Un cerebro compartido

Espectadores… ¿inclinados o reclinados?

Por lo general, cuando se habla del origen del teatro, hablamos de la Grecia del siglo VI a.C. donde se evolucionaron rituales religiosos a espacios de transmisión de valores que acabaron llamando tragedias y comedias. Pero en realidad es difícil rastrear el verdadero origen del teatro, esos ritos religiosos que se pierden en el tiempo, posiblemente prehistóricos, y en cuya estructura se encuentra algo básico y fundamental: la comunicación como andamiaje sobre el que construir organizaciones sociales, una comunicación que si era religiosa hacía que alguien de la comunidad fuera el transmisor de un ente superior mediante rituales de suplantación o que si era simbólica hacía que el transmisor se convirtiera en un animal al que el receptor daba caza; en definitiva, comunicación bidireccional como origen de algo que hoy llamamos teatro, patrimonio de un cerebro compartido entre los que lo hacen (el teatro), de un cerebro social y emocional que se hibrida con el racional y lógico.

 

La historia reciente de la práctica teatral se estudia a través de la fuerza y el movimiento conjunto (trabajo) que generan autores, intérpretes, directores, escenógrafos, técnicos y el plural equipo de profesionales encargados de dar soporte a esa comunicación, cuya único rastro de la bidireccionalidad inicial se encuentra en propuestas de teatro inmersivo que en mayor o menor grado de inmersión hacen participar al público. Pero hoy, y en España, éste no deja de ser un tipo de teatro circunstancial, algo curioso y con una proyección proporcional a su limitado apoyo. Desde el momento en que el músculo creativo favorece la creación marginando la comunicación hay algo que traiciona al origen de este arte. Hoy el teatro es hacer para que el público vea cuando debería pensarse en un teatro que se haga para que el público re-haga. Esta pérdida de esencia en el concepto de teatro como avatar de comunicación social de doble vía debería ser estudiado y redirigido para conseguir que el público descubra su lugar esencial en la homeostasis social de una representación teatral. Para ello ha de incorporarse a la creación escénica nuevas disciplinas tangenciales al propio hecho escénico con las que bregar por un teatro que hoy sirve más de entretenimiento que de reflexión creando espectadores reclinados en vez de inclinados. Una de estas disciplinas, quizá la menos tangencial, pero interesante por lo que ofrece, es la filosofía, y es importante porque, como una pieza de dominó, por un lado tiene elementos convergentes con el teatro y por el otro hace de puente con otros campos aún por transitar en las artes escénicas como la fenomenología, la neurofenomenología, las ciencias cognitivas, las neurociencias.

Pienso que el teatro es el arte del espectador, uno habilitador de un teatro entendido como un espacio de representación pero también de comunicación bidireccional. Profundizar en este segundo concepto requiere visitar nociones y usar vocabularios que aún están por hacerse un hueco en la rutina formativa y cognitiva del profesional de las artes escénicas. Hablo de conocimientos estudiados dentro del campo de las neurociencias y las ciencias cognitivas que hacen entender el papel activo del espectador. Opino que el objetivo de cualquier producción es conseguir espectadores inclinados y no reclinados y para ello propongo abrir un debate donde trenzar arte y ciencia aún a riesgo de ser leído con suspicacia por aquellos profesionales que, sin haber necesitado esta manera de entender el teatro, tienen un recorrido profesional sólido. Con independencia del teatro que se practique o se estudie, la necesidad de no perder la vista en la comunicación como elemento fundante del teatro nos hará ver que es necesario ampliar las fronteras que delimitan el teatro de hoy y hacerlo de la mano de las neurociencias y las ciencias cognitivas es un seguro para que este arte que es antiguo no se quede anticuado.

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