Zona de mutación

A desalambrar

Hay un espacio que es el del imponderable teatro, del que nadie es dueño. Hay otro que es inevitablemente el del signo de gestión del gobierno que lo organiza o el del productor que lo digita. El teatro es un procomún, en donde los artistas que despliegan su singularidad, juegan a posesionarse identitariamente, en una exclusividad que rápidamente se licúa en el uso y apelación de todos, aunque queden a su vera, los ofendidos y chillones despojados. Pocos lugares de paso, despiertan con mayor intensidad el gesto de ‘aquí estoy’ como el teatro, que hasta incluye alardes de ‘nadie como yo’, lo que el favorecido no demorará comprobar que por ser un juego tan extendido, termina deprimiendo que al final lo jueguen tantos, con parecidos agenciamientos, en un lugar donde todos se sienten caciques, lo que banaliza y degrada cualquier expectativa, pretendidamente excluyente. De hecho estamos en un sector de ‘código abierto’ que mantiene sus intereses por lo creatividad que sus propios usuarios le prodigan. Ya como lugar para ver, como lugar de encuentro, como punto de intensificación y tantas cosas más. La multiplicidad de las rutas de sus pasantes, es lo que libera de abordar que las mismas asumen un sentido por certificar que tantos han pasado. Lo que en definitiva prima, es la calidad y no la cantidad. En qué medida, el sello, las huellas de aquellos capaces de darle una vuelta de tuerca, no hacen sino beneficiar a todos, benefactoramente, pues es lo que garantiza el remozamiento de la herramienta. Así, se descubre que el teatro bien puede ser como una pala guardada en el establo, a la mano de quien se avenga a tomarla, esto es, de cualquiera, pero no todos sus manipuladores harán de ella una ‘pala mágica’ capaz de hollar cualquier terreno. Bien le vale al dueño de la casa, comprobar que el andariego que albergó esa noche, y del que ya no recuerda ni su nombre, a manera de devolución de generosidades, antes de marcharse, le dejó un campo roturado y floreciente, sin entender bien el cómo pudo hacerlo. Basta que por alguna razón aparezca el susodicho implemento prodigioso, que ya se ponen a rodar otra vez los secretos, las logias, las ententes, así como los acaparadores. Los digitadores exclusivos. Los que se reclaman como sus usufructuadores no tardan en alambrar en derredor, solicitando derechos divinoides a sus aportes personales, en lo que sorprende más la aptitud para la acumulación del poder necesario para defender el estatus de una forma, siempre ocasional si nos ponemos a ver, que la capacidad real para lidiar con lo imprevisto que la creación impone. Sin contar con esa actitud más bien ridícula e incauta, del que fantasea con que esa tierra de todos, es de él por un instante que desea que se extienda para siempre. Esa indigitabilidad, esa desapropiabilidad, esa inenajenabilidad, tiene la épica de los que tienen claro que su mejor destino es el olvido, en el Olimpo de lo sin por qué. No es una situación que apunte a valores del hacedor, más bien apunta al desprendimiento de aquel que ya pegó la vuelta y no cargosea con sus vanilocuencias de recién avivado. La relajación del grande, su proverbial desprendimiento, siempre es fruto de sabiduría.

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