Desde la faltriquera

A tierra, vuelve el glamour al Real

La semana pasada el Teatro Real de Madrid se puso de tiros largos para la inauguración de la temporada de Ópera, la primera programada por Joan Matabosch. Un título poco conocido de Donizetti, Roberto Devereux, pero con la promesa de no más estrambóticas programaciones a lo Mortier, bastó para que no faltara del Rey abajo ninguno: ministros, Carmona que difundió en las redes que se pagó la entrada (¡hombre! que la mano izquierda no sepa…), Vargas Llosa y Preysler, la pareja de moda, que también pasó por taquilla sin pregonarlo, más famosos y el abonado de toda la vida, el de La traviata sin experimentos.

La temporada de Matabosch es inteligente para ganar a ese público que rompió los abonos o para ese otro que disfrutaba llamando sinvergüenza a Warlikovski, porque se atrevía a acompañar un área de Alcestes de Gluck con una bailaora que simbolizaba la muerte, pero que rompía los cánones a los salvajes vociferantes. Combina títulos incontestables (Rigoletto, La flauta mágica, Parsifal, etc) con otros más «duros», pero con directores de escena que no provocarán. El Real se convertirá, de nuevo, en un referente de la buena ópera, con pocos o ningún experimento, con glamour en palcos y plateas y, quizás, dentro de pocas temporadas con la polilla burguesa que dejarán los reconquistados abonados, corroyendo las butacas. Es en definitiva, una buena temporada para la derecha cultural que ama conservar, repetir y deleitarse con lo clásico, sin opción a los experimentos.

Matabosch va a lo seguro y hace bien, porque para experimentos ya fracasó Mortier, con el que el Patronato del Real está en deuda, y Madrid, que es mucho Madrid, como diría Galdós, patea bien, con furia, a Pina Baush con Orfeo y Euridice en su presentación hace más de veinte años y, sin evolucionar, ahora con los Johan Simons, Van Hove, Warlikovski o Marthaler, un verdadero poker que dejaron las huellas de su buen hacer en la última temporada del belga. Sin Festivales Internacionales, el Real era una bocanada de aíre fresco en la capital del ¿Reíno? para confrontar tendencias europeas de creación escénica. Paciencia.

Esta temporada la casualidad ha proporcionado una coincidencia, la programación en el Real de Luisa Miller de Verdi, que Marthaler, el último de los directores de la era Mortier, escenificó en 1996 en la Ópera de Frankfurt. El montaje del director suizo de la ópera de Verdi guardaba un cierto paralelismo con Los cuentos de Hoffmann de Offenbach, estrenada en el coliseo madrileño en primavera de 2014. En la escenografía de ambos montajes, firmada por Anne Viebrock, bajo tutela conceptual del director, convivían elementos característicos de una estética que relaciona espacios escénicos con significación, a través de un conjunto de imágenes destinadas a introducir al espectador en un mundo sensorial que le impacta, despertando sugerencias o inquietudes, y creando atmósferas que atrapan a espectadores y personajes, aunque falte el glamour del oropel, innegociable para la derecha cultural, que no guarda correlación necesaria con la política.

Además Viebrock / Marthaler repitieron concepto en ambas óperas, pues en las dos escenografías convivían reproducciones miméticas de ambientes concretos: en Luisa Miller, trasladando el mobiliario del compositor italiano y el bar frecuentado por éste; y en Offenbach con la copia del gran bar-salón del Círculo de Bellas Artes de Madrid, con la barra y las estanterías con botellas de licores, y en medio el bajo relieve de la mujer desnuda que organiza el bar del Círculo. Modelo, por cierto, que se encarnaba sucesivamente en bellas figurantes que posaban con reiteración ante pintores, que no lograran retratarla, en una demostración más de la inutilidad de las acciones humanas, idea tan arraigada en este director.

En ambos casos se observaba un diálogo entre estas atmósferas bien determinadas y la significación del espacio escénico que atravesaba la vida de los personajes operísticos. Un ejemplo entre mil de la interesante y significante interacción de elementos, cada uno dotado de vida propia, de modo que durante ambos espectáculos líricos se presentaban a un tiempo dos acciones, la de los libretos y las partituras, interrelacionándose con ese microcosmos escénico, referencial y significativo de Luisa Miller y de Los cuentos de Hoffmann, en una clara confrontación de dos realidades opuestas, la sublime de las óperas y la banal de las personas, destinatarias de las mismas.

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