Mirada de Zebra

Actor de calle, raza salvaje

La historia en su devenir se salta las señales de tráfico. ¿Cómo es posible que el actor naciese y se desarrollase durante siglos como artista de calle y que a día de hoy el actor de calle sea una excepción en su especie? En los grandes teatros del pasado el actor desarrollaba su oficio en espacios abiertos, lugares que hoy entrarían dentro de lo que se llama teatro de calle. Pensemos en las antiguas Grecia y Roma, en los siglos dorados de los diferentes países europeos o en muchos de los teatros tradicionales de Oriente… En el culmen de estos teatros estaba un actor que se había curtido a la intemperie, sin trampa, cartón ni telón por medio; un actor solo ante el peligro que llevaba sobre sí, sobre su cuerpo y su voz, toda la responsabilidad del acto escénico, sin el socorro de iluminaciones, atrezzo ni otras modernas tecnologías. Hoy día, cuando ya no se habla de Teatro de Calle sino de Artes de Calle, cuando el circo, la danza y los fuegos de artificio han ocupado los espacios que antaño pertenecían a los teatros clásicos y populares, ese actor que en su pureza es sólo voz y cuerpo, parece haber encontrado mejor acomodo en las condiciones que ofrecen los espacios cerrados.

Por eso cuando fortuitamente me topo con uno de esos actores o actrices de viejo cuño, que son capaces de atraer la atención de los espectadores sin espada ni capote, y que traen consigo todo el teatro, el que es arte y el que es edificio, mi admiración toca las campanas. No sólo pienso en su técnica, en su inverosímil capacidad para ganar la partida de la atención a todos los estímulos que saturan actualmente las calles, ni en cómo ha logrado condensar en un solo arte música, acrobacia, clown, canto, declamación o mimo, o en lo duro que tuvo que ser el aprendizaje a través del ensayo-error, cuando el síntoma del error es un espectador que se está yendo. Pienso también en la trastienda de esa bella artesanía, en las sombras que esconde tanto esmero. En que probablemente aquella persona que vemos como actor o actriz, guarda dentro sí, como si fuera una matrioska, muchos otros oficios. Pienso en que muy probablemente es un gran conductor de carretera, de aquellos que tienen marcadas en su mapa las áreas de servicio que menos estafan y que sabe, mejor que cualquier GPS, las rutas más rápidas y más baratas. Pienso en que para hacer la escenografía de ese espectáculo que estoy viendo, ha tenido que ser carpintero y perito; y que si ha elaborado esa sencilla instalación lumínica que adorna parte del escenario, ha tenido que adquirir los conocimientos básicos de un electricista. Me doy cuenta de que, con toda probabilidad, para sacar a flote una empresa que, como toda empresa teatral, nace con los pies hundidos, por fuerza ha de ser un buen contable, un respetable productor y mejor comercial. Y cuando finaliza el espectáculo aplaudo, no sólo porque me ha gustado la propuesta, sino porque es una manera de trasladarle mi ánimo y mi solidaridad cuando imagino que en breve tendrá que desmontar, en esa terrible soledad en la que ya nadie le mira, toda la escenografía, recoger cuidadosamente todos los bártulos y prepararse para descansar lo mejor posible en un colchón ajeno, porque mañana toca más carretera y otra actuación en la otra punta de la península.

Sucede que, con el tiempo, algunos de estos actores que han madurado de plaza en plaza, pasan a trabajar en teatros de interior. Quienes lo hacen con criterio guardan consigo un particular y exquisito respeto por el oficio que han escogido, aprenden a no convertir lo excepcional en rutina y saben saborear cada comodidad como un lujo. Pero, además, cuando se les ve trabajar sobre las tablas, uno se deleita viendo la facilidad con la que alcanzan la cualidad y la fuerza escénica justa, y la maestría con la que reaccionan momento a momento a todas las vicisitudes que acontecen a su alrededor. Me seducen esta estirpe de actores que resguardan en estado salvaje el animal teatral que les habita por dentro, y que, a pesar de los años, aún permanece insaciable en su voraz apetito escénico. Por eso, cuando me preguntan por una buena escuela de teatro para un actor en ciernes, respondo que la mejor escuela que conozco para tales casos es el teatro de calle. Quien quiera aprender teatro allí, encontrará en estado bruto todo aquello que los libros y los maestros sólo pueden apuntar.

 

 

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