Mirada de Zebra

Al arte con billete de vuelta

«Para ser un buen médico, en la habitación del paciente, con el sombrero no se olvide también de colgar sus prejuicios». Algo así le oí decir a un buen médico que en su tiempo libre daba clases en la universidad. Era una invitación a los alumnos que tenía enfrente, que lo miraban con los ojos nebulosos por tanto dato aprendido, para que en la práctica de su oficio se dejaran guiar por el instinto, la astucia, la perspicacia, la curiosidad y demás atributos que hacen caso omiso a la parte más racional de la mente. De vez en cuando, al colgar la ropa de calle en el vestuario antes de entrar al espacio de ensayo, me asalta esa frase. Funciona como una especie de resorte automático para que la inercia gris del día, esa rueda que aplasta a golpe de rutina, no difumine la viveza que debe tener todo ensayo.

Llevada esta idea al extremo, la sala de ensayos puede convertirse en un cobijo voluntario, en una suerte de cueva moderna que nos aísla de la mundanal indolencia, como si ésta fuese el destino de un exilio que es consecuencia del acoso de una cotidianidad que nos asusta. Parece una vía de escape lícita, la plasmación noble de un instinto de huída que brota sin cesar en las civilizaciones modernas y que en su vertiente insana se manifiesta en múltiples adicciones patológicas o en depresiones sin retorno. Sin embargo, en este supuesto lugar paradisíaco de la creación está el riesgo de la desconexión, la tentación de romper los lazos con la realidad en la que habitamos y, por tanto, negar la posibilidad de que la experiencia vital nutra la creación, y también viceversa, que la creación pueda convertirse en una experiencia útil que llevar a la vida. Si la sala de ensayos es una isla embargada, se obstruye el doble sentido de la autovía: la que permite al arte mirar la vida con una nueva perspectiva y, su contrario, la que convierte la experiencia cotidiana en estímulo artístico.

Sabemos de grandes artistas que en su incesante búsqueda no han hallado otra alternativa que el ascetismo, en el que su genio encuentra libertad suficiente dentro de los vastos confines de su cráneo. Hay sin embargo otros que han sabido impregnar mágicamente su quehacer artístico con sus vivencias cotidianas. Ahí está el caso de Beckett, cuyas obras posteriores a 1938 no hubiesen sido las mismas, una vez que un desquiciado proxeneta, con el paradójico nombre de Prudent, lo apuñaló sin razón aparente a la salida de un Hotel. La respuesta del tal Prudent cuando Beckett fue a visitarle a la cárcel para pedirle explicaciones, esa enigmática y trágica expresión «No lo sé, señor. Le pido disculpas», parece estar en la sombra de los mejores textos de Beckett. Probablemente el humor de Gila tampoco hubiese sido el mismo, tan entrañablemente absurdo como fue, de no haber sobrevivido a un fusilamiento, toda vez que los verdugos, borrachos, no atinaron con él y tuvo la astucia de hacerse el muerto. De la misma manera que quizá la elegancia y la liviandad de las coreografías de Moses Pendleton provienen de su pasado como campeón de esquí.

Experimentar la vida para inspirar la creación es un axioma recurrente en la historia del arte. En teatro Stanislavski lo repetía como un mantra. Pero incluso aquí la obsesión puede tornar el consejo en una encerrona e instaurar la obligación de valorar las experiencias en función de su utilidad artística. En tal caso, si uno mira el día a día tan sólo para proyectar creaciones, significa que está más presente en el «después» que en el «aquí y ahora» y que, por lo tanto, vive sus experiencias a medias. La preguntas se tiñen de burla: ¿El artista que se condena a vivir las experiencias a medias, no creará también a medias? ¿Si observando un árbol imagina los personajes que habitan a su alrededor hasta dejar de ver el árbol, no estará perdiendo un vínculo con la realidad que a la postre resulta necesario para refrendar su obra? ¿A dónde le lleva ese empeño de exprimir cada suceso cotidiano en una obra creativa, si no se ha permitido vivenciar los sucesos de forma llana y sencilla? Mi vecina del quinto lo expresa a su manera: ¿Para qué irse lejos si aún no has disfrutado verdaderamente de los parajes que están a la vuelta de la esquina?

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