Críticas de espectáculos

Anfitrión / Molière / Juan Carlos Rubio / 66 Festival de Teatro Clásico de Mérida

Un light Anfitrión de Molière 

Continúa la 66 edición del Festival, con más precauciones en el control de la pandemia, que el día de su inauguración fueron de mucho riesgo -y motivó una avalancha de protestas del público- por utilizar el 75% del aforo romano. En esta segunda representación, reducida al 50% y mejor organizada, se presentó la comedia «Anfitrión«, del francés Molière, versionada y dirigida por el dramaturgo andaluz Juan Carlos Rubio, y representada para el evento emeritense por Mixtolobo (de Pepón Nieto), compañía que sigue ofreciendo, en coproducción con el Festival, determinados espectáculos comerciales de estilos que, aunque tengan éxito -no cultural sino de ocio, despojan al festival de auténtica personalidad grecolatina y desconciertan a ese público poco exigente, que solo distingue el entretenimiento.

 

Se sabe que los textos dramáticos, desde hace tiempo, han sido removidos del lugar que ocuparon por procesos varios de versiones y adaptaciones escénicas de dramaturgos, directores y empresarios. En los espectáculos resultantes de sus experimentos, lógicamente ha influido su intencionalidad cultural y comercial. En el «Anfitrión» de Rubio, que mantiene la trama de Molière tomada de la más jocosa y resonante comedia latina de Plauto -inspiradora de muchas versiones, por el acertado tono dramático altamente revelador de estilos que van desde la farsa didáctica hasta la comedia vodevilesca- hay un planteamiento «cultural» de juego de magia circense (ay, el carromato de cómicos de la escenografía) al que se le ve el conejo de maña comercial debajo del sombrero. Es un juego de suplantación que en el espectáculo, de aparente modernidad, se nota como se desvirtúa en sus rasgos más característicos los contenidos y formas, bajando la guardia de un teatro de crítica de ciertas realidades sociales en un tema de identidades que plantean los dos textos clásicos.

Tal es así, en cuanto al contenido, que la sátira social del francés se sirvió de la mitología para criticar ingeniosamente a su rey Luis XIV, muy afecto a compartir la cama con las mujeres de los marqueses que formaban parte de su corte. En la versión del andaluz se cuenta el argumento de Plauto de dioses clásicos que enamoran a humanos con lo más trillado: las pasiones y los odios, las infidelidades y los deseos, a través de una pretendida «comedia amable». Todo desde un texto precipitado -de encargo- al que no se le ocurrió una idea con más enjundia y novedosa, como por ejemplo, la de cuestionar al rey motorista y cazador que hemos tenido en España, terror de muchas damas de la aristocracia y artistas conocidas, que es un tema de actualidad. Y aunque se ve en la obra ligeramente la intención de querer hablarnos de la desigualdad entre mujeres y hombres en el mundo de hoy (un bofetón al dios Júpiter por la humana Alcmena resume esta idea) el tema no está desarrollado debidamente. En el desenlace final persiste la idea de los dos clásicos, que nos hace pen­sar que al poderoso le está todo permitido y lo más aconsejable en semejantes asuntos es hacer la vista gorda. En cuanto a la forma, tanto las variedades de la farsa plautina, como la estructura de la comedia de salón, con los refinados diálogos del autor francés que acomoda al gusto imperante de la Francia de mediados del XVII, han derivado en la versión de Rubio a una vulgar comedia vodevilesca.

El montaje, sigue las pautas de esta compañía vistas en sus anteriores montajes comerciales representados en Mérida («El eunuco» y «La comedia de las mentiras«), desplegando los rutinarios equívocos con más o menos creatividad, a ritmo trepidante -en un incongruente espacio circense con pocos malabarismos, en el que sobresale la atractiva escenografía de un desvencijado carromato de los años 50, que es un pegote en el escenario romano-, donde las actuaciones se complementan con forzadas canciones y números de baile sin ton ni son y todo con el fin de entretener y divertir sin más.

En la interpretación, el elenco –Pepón Nieto (Sosias), Paco Tous (Mercurio), Fele Martínez (Anfitrión), Toni Acosta (Anfitrión), María Ordoñez (Tesala) y Daniel Muriel (Júpiter)- pese a que hay escenas, como el tedioso monólogo de Pepón Nieto al principio del espectáculo, en general cumple bien en sus diálogos y gags de humor frívolo, desdoblándose en los roles propuestos, aunque por momentos se note cierta falta de ensayos y carguen el juego de ese lenguaje grueso y con resabio de frases y gestos que «hacen» gracia (Nieto, en declaraciones, se ha jactado de que han hecho el «milagro» de sacar la obra adelante con dos semanas de ensayo cuando necesitaban tres meses).

En fin, el resultado de este «Anfitrión» de Molière (con algunos toques de «El misántropo«) es el de una versión de comedia vodevilesca ligera, descafeinada, «light» (como me apuntó una espectadora americana sentada a mi lado), característica de una compañía que en el Teatro Romano -y en giras comerciales posteriores- está acostumbrada a montar, con actores colmados no de humor inteligente sino de comicidad celtibérica en bruto, que funciona muy bien en una mayoría de público que asiste y aplaude seducido por el «famoseo» de los artistas televisivos.

José Manuel Villafaina

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