Y no es coña

Aspirinas salvajes

En todas las partes cuecen habas. Las alfombras acogen más ácaros que motas de polvo en suspensión… de pagos. Por el humo se sabe donde está el fuego. Vamos a cantar mentiras tralalá. Lo peor que le puede pasar a la SGAE es que la crisis se cierre en falso como parece ser la intención. Si se mira únicamente al madrileño Palacio de Longoria se crea un espejismo. Allí se concentra el poder decisorio, pero la trama se fragua radialmente. Tras este primer contencioso judicial se han destapado algunas cajas de sorpresas, pero a las Artes Escénicas, donde le duele de verdad es en el caso Arteria que está diseñado para crear una suerte de monopolio de la exhibición en condiciones draconianas. Y la Arteria con demasiado colesterol del peor está pensada para colonizar las provincias, y ya están sus infanterías desmontando todo el delicado equilibrio en Barcelona y Bilbao, entre otros puntos cardinales del desdoro y la gestión cafre del ideólogo Luis Álvarez, al que habrá de seguirse con muchísima atención porque está en la bisagra de ese imperio de locales de exhibición con pies de barro.

Seguramente quienes ahora están de cortafuegos no tiene posibilidades de hacer el diagnóstico adecuado, y están utilizando aspirinas para tratar una enfermedad degenerativa que lleva años corroyendo todo el cuerpo social de la SGAE. Nadie había logrado en tan poco tiempo fraguarse una imagen tan desagradable de una entidad. Nadie concita tanta desafección. Y ello es debido a unos delirios de grandeza de un equipo directivo que ahora se comprueba como tenían algo más que altruismo corporativo y defensa de la autoría. Parece ser que se trataba de un saco sin fondo para enriquecerse unos cuantos a costa de todos los demás. Y lo hacían a base de imponer unas leyes irrebatibles, unos métodos modelo Chicago, con el consentimiento de las autoridades ministeriales incompetentes.

Si lo hecho hasta ahora está en sede judicial, donde se deberán depurar responsabilidades penales si las hubiera, lo que es imprescindible es que se regenere internamente esta sociedad nacida con fines muy claros y que ahora parece un sindicato de malhechores. Para que la sociedad la reciba como algo necesario para que la Cultura siga funcionando dentro de unos cauces lógicos, lo primero que hay que hacer es democratizarla internamente. Se está empleando el término «refundación», que quizás sea el adecuado. Y lo que está claro es que todos los que hasta ahora mismo, hoy, insisten en no reconocer los malos usos de unos derechos, de unas prácticas abusivas, de un reparto inadecuado de los ingresos, y de una malversación de los fines fundacionales, no puede ser los que se coloquen como salvadores. La limpieza debe ser muy a fondo. E insisto, no solamente en Madrid, en todos los lugares donde se ha erigido en un conflicto social, en una representación amarga de un simulacro: no luchan por los derechos de autor, sino por sus sueldos escandalosos. Se han apoderado unos empleados magníficamente pagados del bien societario.

Confundidos los objetivos de los inspectores y de sus dirigentes, los socios han sido muy mal representados, abducidos por los cantos de sirena de las cuentas de resultados, de los repartos injustos para crear incondicionales. Muchos de los que ahora se presentan como solución son parte del problema, creadores del problema, cómplices de muy buen grado, benefactores de los desequilibrios y deberían ser investigados para que no continúen saqueando a la entidad. El daño exterior ha sido grandísimo, pero el interior en cuanto se mire bien, puede ser mayor. Solamente nos queda la esperanza de la reacción colectiva, del liderazgo limpio de los socios para depurar responsabilidades y realizar auditorías económicas, pero, sobre todo, una revisión de los objetivos y de los métodos para llevarlos a buen término.

Seguir así, como si nada pasara, es el suicidio. Muerto el perro se acabó la rabia. Pero los autores, la autoría, la propiedad intelectual, la Cultura, seguirán existiendo y debe ser protegidas no solamente por las leyes, sino por la aceptación de la sociedad en pleno, su receptora, su depositaria, de donde sale y a donde va. Los intermediarios, agentes, comisionistas y gestores son parásitos, en ocasiones muy necesarios, pero nunca imprescindibles. Como en tantas cosas, lo que hace falta es pensar, aplicar una visión del mundo, llegar a la acción tras un análisis y fundamento ideológico, ético, compensado y aceptado por el cuerpo mayoritario de los socios, y no a base de purgas de mercado y cifras globales millonarias que aturden, engañan y confunden.

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