Mirada de Zebra

Caminos que conducen a la misma cola

Lo que voy a describirles es un cuadro ficticio pero que suena tan habitual que difícilmente les va a sorprender.

B. es una actriz joven con el talento aún latente. Desde pequeña sabía, antes de que nadie se lo dijera, que estaba especialmente dotada para la interpretación. Por eso nada más alcanzar la edad requerida se matriculó en una de las pocas escuelas de teatro privadas de su ciudad. Y es que en su ciudad, muy dada a decorar las fachadas y no el fondo, habían fracasado los múltiples intentos de edificar una Escuela de Teatro de rango universitario. En esta cuestión, como en muchas otras, el interés común había sido más débil que los intereses individuales. Acabada la escuela, ante el panorama teatral tan reseco de su ciudad, decidió marchar a París para completar su formación en un master de prestigio. Ha vuelto hace unos meses y desde entonces no ha parado de enviar currículos a productoras de teatro, cine y televisión. Pero el éxito le juega al escondite. Tan sólo ha trabajado en dos figuraciones de televisión donde el generoso sueldo no ha compensado la pobreza del trabajo. En realidad su deseo es formar parte de una compañía de teatro. De hecho, ya ha visitado a las compañías más importantes de su entorno, pero ninguna de ellas le ha abierto las puertas. Bastante tienen con sacar adelante sus proyectos como para acoger a una actriz inexperta que deberían formar al tiempo que le dan trabajo. Eso es, al menos, lo que ha percibido. B. se encuentra hoy en la cola del casting de un spot publicitario. Se trata de un spot para una conocida marca de yogures donde buscan perfiles con facciones armónicas, piel que apriete los huesos y sonrisa de papel. Ella no quería ir pero sus padres, que empiezan a arrepentirse por no haber insistido lo suficiente para que su hija hiciese ingeniería, le propusieron que lo hiciera en un tono que sonaba más a reprimenda que a consejo.

En la misma cola para el mismo casting está A., un actor profesional de cierto prestigio que ha trabajado en las compañías más importantes del entorno. Los últimos meses, sin embargo, han sido difíciles, mucho más de lo que acostumbran a serlo, incluso para un actor. El teléfono no suena y su situación económica es cada vez más sinuosa y estrecha. Para acabar de retorcerlo todo, la última productora que le contrató aún le adeuda varias funciones. Desde la productora alegan que no pueden pagar si las instituciones públicas que les contrataron no lo hacen antes. Sabe por el tono de estas explicaciones, que aquel que le habla está muy lejos de padecer sus mismas penurias. El problema, sin embargo, no es que pueda pasar hambre durante un tiempo -no sería la primera vez-, el problema es el hijo de su anterior matrimonio, al que debe pasar una pensión mensual ineludiblemente. Hace pocos días, mientras rumiaba sus desgracias, la flaqueza le hizo un placaje y accedió a hacer aquello que se prometió no hacer nunca: presentarse a un casting de publicidad. Si le cogen podrá pagar tres meses de pensión. Ese es su consuelo.

Detrás de A. está J., un figurinista profesional. Este tipo de colas son su hábitat natural. Se pasa la vida de casting en casting: un pequeño papel en una teleserie por aquí, otro anuncio publicitario por allá, y todo tipo de animaciones festivas y culturales, de esas que se preparan rápido y se pagan bien. Plantado en una típica posición de espera, J. recorre mentalmente su vida. Recuerda su anterior trabajo, en una importante institución social, y cómo lo dejó todo para cumplir su deseo infantil de ser actor. Fue un arrebato, reflexiona ahora que tiene la sangre tranquila. Eso sí, al principio fue estimulante. Hizo cursos de todo tipo y casi sin buscarlo consiguió ganarse el pan con lo que creía era su sueño. Con el tiempo, aunque él era cada vez mejor artista, los proyectos fueron los mismos, y aquello que en un principio era estímulo se convirtió en rutina. Y la rutina tiene siempre el mismo color grisáceo, sea en teatro o trabajando en una tornillería de Bielorrusia. Tal vez sea su último casting, piensa, y mañana a otra cosa, mariposa.

Dos cuerpos más atrás de J. y con la misma expresión plana se encuentra S., miembro de una compañía de la ciudad. S. cree firmemente que otro teatro es posible, un teatro tribal, de riesgo, de investigación, sin límite, acorde con los nuevos tiempos y los nuevos pálpitos. Ese espíritu, inocente tal vez como dicen algunos, es lo que mantiene unido al grupo. Sin embargo, el reto de profesionalizarse con el teatro que hacen y proclaman se hace imposible por momentos. Las actuaciones son escasas, y aunque gozan del reconocimiento del medio teatral, muchos de quienes programan consideran que sus espectáculos no son para su público, como si el público tuviese dueño. Últimamente vive uno de esos momentos donde la supervivencia es insostenible. Y es por esto, para aliviar una economía llena de agujeros, que S. acude a este tipo de castings, como el que hoy le ocupa la mañana. Es en estas circunstancias cuando se acuerda de la frase de Meyerhold: “Me pagan por hacer el teatro que no me gusta y tengo que poner de mi bolsillo para hacer el teatro que me gusta”. Pero hoy no sabe si será suficiente para acunar a su conciencia.

B., A., J. y S. esperan pues, contrariados por su situación, en la misma cola. Son, sin duda, los perfiles que mejor se adecuan a lo que el casting busca. Lo que no saben es que dentro de pocos días la empresa suspenderá el rodaje del spot aduciendo un motivo que se ha vuelto cliché: la crisis.

Como les decía, no creo que este breve relato les haya sorprendido. Y tal vez ese sea el problema, que no nos sorprenda. ¿Cuánto talento hay alrededor nuestro esperando a la nada?

 

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