Desde la faltriquera

Carlos Saura, experimentos de fusión

Cadalso en Cartas marruecas recoge el primer testimonio escrito de una fiesta flamenca en un cortijo andaluz y del XVIII llegan algunas noticias de fiestas espontáneas en arrabales gitanos. Se data en la mitad del XIX el paso del ámbito doméstico al espectacular, concretado en bailes en tabernas andaluzas participadas por cuadrillas flamencas y parroquianos, y de su mayoría de edad y auge como espectáculo en el tercio final de ese siglo en los cafés cantantes, auspiciado por Silverio Franconetti. En el XIX se inician los estudios para encontrar los orígenes o emparentamiento con otras danzas tradicionales y Antonio Machado (padre de los poetas) escribe una aproximación en Cantes flamencos y concluye que es un baile procedente del norte de África, mistificado con tradiciones gitanas. Más adelante otras investigaciones atribuyen la entrada del flamenco en España a los gitanos procedentes del este de Europa o de Flandes, de donde tomaría el nombre.

La especulación, basada en algunos temas argumentales de carácter ritual, en la percusión, la cuerda y ciertas semejanzas musicales, y en algunas posiciones de pies, giros de muñecas y dedos de la mano, ha investigado en un posible parentesco del flamenco con la danza de la India, en busca de unas raíces culturales más distinguidas, pero ni existen pruebas documentales ni claros préstamos en lo musical, cante o baile. Carlos Saura, creador de Flamenco India, estrenado en el teatro Calderón de Valladolid, no encuentra –como afirma en una entrevista- nexos «con los bailes tradicionales (de la India), pero con los de Rajasthán, sí. (…) Allí los ritmos son más parecidos a los nuestros y es más fácil encontrar nexos». Por este motivo, plantea un espectáculo que se propone mostrar «tanto las diferencias, que las hay, como las semejanzas y las posibilidades de lograr ese acercamiento».

El espectáculo, deudor del concepto creado por el cineasta para las películas de bailes, funciona y, sobre todo, es eficaz, efectista y en algunos momentos rebuscadamente espectacular, lo cual el público agradece con una sonora ovación al finalizar. Sin embargo, quizás hubiera interesado una creación coreográfica convergente en la interpenetración de formas y ritmos flamencos con otros del folclore indio (o al revés), más que la sucesión en alternancia de bailes flamencos e indios que introduce monotonía estructural, subraya las diferencias y corta la empatía emocional que producen ambos sistemas de bailes por la brevedad de las estampas o escenas bailadas.

Entre las diferencias, además de las palmarias de ritmos y cantes (evidentes al yuxtaponerse), la naturaleza de los signos que subraya las divergencias. El baile flamenco expresa sentimientos de dolor o gozo a través del gesto de cara, tronco y brazos, más que de piernas y pies, que marcan el ritmo, el tempo y la agogía, y con ellos la intensidad y la duración de la emoción. Son signos primarios, muy fácilmente reconocibles, porque son orgánicos; es decir, expresiones naturales del sentir a través del cuerpo, que establecen una relación de semejanza entre intérprete y espectador. En el otro extremo, las danzas indias que significan, a través del movimiento de manos y expresiones faciales seguidas de todo el cuerpo, ideas codificadas en ideogramas; es decir, en una escritura realizada con la gestualidad que representa símbolos. Los símbolos, para su comprensión, necesitan un proceso asociativo entre lo que se ve y lo que significan, que se puede deducir de manera emotiva, pero que, de ordinario, necesita de la participación de convenciones culturales y sociales entre intérpretes y espectadores. Esta divergencia en la concepción del signo es elocuente de la disparidad de dos manifestaciones expresivas que brotan de manantiales diferentes (espontaneidad versus elaboración) y que discurren por cauces diferenciados, como prueba la diversa recepción de un baile o una danza contrastada en el Calderón.

Saura que es un magnífico director de cine, sólo se ha aproximado al teatro en dos ocasiones y se percibe en Flamenco India en un par de cuestiones, la iluminación y el uso del escenario. Plantea una iluminación mediante cicloramas de tonalidad diferente que algunas veces recogen sombras o siluetas de los bailarines, pero se trata de un modo de iluminar más cinematográfico que teatral y esto provoca que la luz no se concentre, que se abra en exceso el foco lumínico, dejando entrever otros espacios, músicos u otros bailarines, ensuciando la visión de la escena. Las pantallas, a su vez, las sitúa con relativa proximidad a la boca del escenario e impide que las coreografías tengan profundidad, sentido de la perspectiva, lo cual limita en exceso los movimientos, la proxémica, que es inherente al baile. Parece como si buscara la proximidad de los bailarines con el público como si tratara de realizar primeros planos, que le funcionan muy bien en el cine, pero que no son teatrales. Encontrar el primer plano sobre un escenario se puede lograr pero requiere de una gran sutileza en el diseño de luces, que Saura y su equipo tienen para el cine pero que no trasladan al escenario.

Queden estas reflexiones sobre este espectáculo del agrado del público; muy plástico, con predominio de la estética (exhibida en luces y vestuario), donde no faltan buenas composiciones coreográficas de Carmen Cortes (para el flamenco) o Santosh Nair y Mónica de la Fuente (para las danzas indias).

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