Sud Aca Opina

Como sardina en conserva

Hubiese querido que el título de este escrito fuese «Como pez en el agua» pero la verdad es que al ser un habitante más de una gran urbe, cada vez me siento con menos espacio vital donde desenvolverme con un relativo confort. No pido praderas eternas donde el viento acaricie los campos de trigo como si fuesen los cabellos de la sensual mujer que llamamos naturaleza pero si al menos un metro cuadrado propio en un egoísmo urbanístico que en las ciudades contemporáneas es inconcebible.

Baste con subirse a cualquier metro del mundo a los horarios punta y sabremos lo que puede llegar a sentir una sardina enlatada. Alguien podrá contra argumentar diciendo que las sardinas en lata están muertas y por lo tanto no pueden sentir nada, sin embargo, por las mañanas, muchos de los que invaden, mi, metro cuadrado, parecen estar si no muertos, al menos en un estado de animación suspendida en que sus ojos inexpresivos dan cuenta de la gran enfermedad que afecta a los habitantes urbanos; la impersonalización del habitar.

En toda expresión social de grandes aglomeraciones, posibles solo en ciudades, como son las manifestaciones de protesta, los partidos de toda índole en estadios, las celebraciones de cualquier tipo, etc… Como en una pantalla de pixeles o en un hormiguero, el individuo deja de ser persona para transformarse en masa y actuar según las directrices, las más de las veces irracionales, de un ente mayor a si mismo sin raciocinio y por lo tanto sin culpa ni responsabilidad alguna de su actuar. Las celebraciones o manifestaciones que comienzan pacíficas, con alegría, cánticos simpáticos y rimas de sumo ingenuas, terminan por lo general en violencia desatada donde el ser humano libera descontroladamente toda su agresividad alimentada por el encierro de la sardina.

Para dejar atrás la insegura soledad de las cavernas, el hombre se agrupó en comunidades para aunar fuerzas y hacer de la sumatoria de individuos un poder mayor a la suma de las individualidades, lo que funcionó a la perfección en etapas iniciales pero hoy se está transformando en un gran problema.

Vecinos de departamentos continuos de un edificio bien pueden no verse jamás, salvo cuando la mudanza de uno molesta a la comunidad d y el uso del ascensor se complica.

La vida del hombre está regida por una especie de equilibrio natural entre extremos, siendo los dos extremos absolutos, la vida y la muerte. Constantemente vamos del rebuscado barroco al pulcro clásico y viceversa. Ha llegado el momento en que el almacén de barrio vuelva a su rol social y los mega mercados emprendan la retirada para que el trato impersonal de una cajera mal pagada sea reemplazado por don Luis, el único dueño que atiende, vende conversa y es casi parte de una familia llamada barrio. Los niños deben volver a transformar las calles en pequeños estadios donde los arcos nuevamente se hagan con un par de chalecos y el palo de la escoba bien puede ser un caballo o el medio de transporte de una bruja.

Las grandes aglomeraciones donde mientras más gente comparta un mismo espacio vital más soledad se siente y el ritmo acelerado de las megalópolis, están matando la imaginación que se alimenta del contacto con otro ser humano.

El ruido debe ser reemplazado por la música del silencio y nuestros ojos deben dejar de ser bombardeados por imágenes dichas de alta fidelidad que son una engañosa producción de efectos multimedia.

Vivimos en un mundo fantástico creado por la tecnología mercantilista para suplir nuestras carencias emocionales con audífonos, consolas de juego, redes sociales, idiotas teléfonos inteligentes, todos subterfugios para encerrarnos en nuestra celda de aislamiento.

Cada vez estamos más solos pero no en esa soledad donde nos re encontramos con nosotros mismos sino una soledad desesperada por estar siendo alienados para formar parte de la masa impersonal.

Son las artes escénicas con su presencia de sentimientos en vivo y su llamado a ser más que entendidas, asimiladas por nuestros ser interno, la única llave posible para abrir de par en par las rejas de esta cárcel en la cual voluntariamente hemos entrado.

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