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Convertir expresividad en fisicidad. La Merda y el teatro

Hace unos años, en uno de los viajes que hago a Roma por Fin de Año para visitar a una amiga que vive allí, mis colegas italianos me llevaron a conocer un teatro municipal que el ayuntamiento había cerrado y que fue ocupado por las teatreras y los teatreros romanos con la aquiescencia y el beneplácito de la ciudadanía. El Teatro Valle Occupato, un edificio en pleno centro, lleno de vida teatral.

En aquellos días de la Navidad no tenían programación, pero al acercarme a la sala escuché los gritos desgarradores y estridentes de una joven. Entonces pregunté a los que estaban en la entrada y me dijeron que estaban ensayando LA MERDA de CRISTIAN CERESOLI.

El título me llamó la atención casi tanto como aquellos aullidos artaudianos que salían de la sala del teatro.

Tres años después, el 12 de octubre de 2015, por obra y gracia de Ánxeles Cuña Bóveda, directora del FITO (Festival Internacional de Teatro de Ourense), pude ir a LA MERDA.

Con anterioridad, Roberto Pascual, director de la MIT RIBADAVIA (Mostra Internacional de Teatro), lo había programado en la capital do Ribeiro con un gran éxito de público y de crítica. Entre la mayoría de la profesión teatral gallega este parecía ser el montaje revelación del año. Antes había pasado, con no menos gloria, por el Festival de Otoño a Primavera de Madrid y cosechado premios en el Fringe de Edimburgo y también en Italia.

Desde mi punto de vista, pese a mostrarnos la imagen que, en cierto sentido, responde al estereotipo freudiano de la mujer histérica, presa de la frustración por estar gorda y no poder triunfar en la televisión, ese mundo donde los capos son señores que buscan jovencitas delgadas y bellas, pese a mostrarnos a la mujer desnuda como objeto de la mirada… lo hace desde la visceralidad de una denuncia descarnada y furibunda.

Pero la gran maravilla de LA MERDA de Cristian Ceresoli, interpretada por Silvia Gallerano, es la valiente propuesta escénica que consiste en poner a la actriz, desnuda, sentada encima de una especie de taburete o plataforma, bajo un chorro de luz que nos la figura de manera escultórica.

Silvia no se moverá de ahí en los sesenta minutos que dura la función. No se levantará, no caminará, no saltará… apenas gestos del tronco, algún movimiento de piernas y brazos y una gran diversidad en la mímica facial y en el trabajo vocal. Pero sin moverse del sitio, tal cual una estatua sedente de Fernando Botero o de Ramón Conde.

Sin embargo, la impresión que suscita la actuación de Silvia Gallerano es similar a la que propicia un espectáculo de teatro físico o de teatro danza de alta densidad motriz y cinestésica.

Su expresividad funciona de manera implosiva y explosiva. Desde la contención despliega una fuerza centrífuga que barre el patio de butacas.

De la voz trémula y aguda, trasluciendo vulnerabilidades, hasta el grito pelado y desorbitado. El monólogo confesional al público deriva en un juego polifónico que juega, con virtuosismo, la baza de la técnica de la ventrílocua, en un travestismo vocal sin precedentes.

La imagen descarnada y casi hiriente del desnudo de un cuerpo replegado sobre sí mismo, que desafía los cánones de la belleza que marcan las pasarelas de moda y la industria cosmética, se corresponde, en total coherencia de sentido y forma, con la dramaturgia de las miradas y de las voces que surgen de Silvia Gallerano.

LA MERDA transita, de manera explícita y también descarnada, por algunos de los tabús más políticamente incorrectos, valga la redundancia, como puede ser el sexo y la perversión de algunos minusválidos que, según la anti heroína protagonista, siempre le pidieron sexo oral.

El título de la obra es una metáfora de la vida que le toca vivir a esta mujer cuyo físico la aleja de sus anhelos más preciados generándole una profunda insatisfacción y una frustración galopante que se desata en el grito liberador.

El patriarcado y el machismo fundacionales de la nación, con el militarismo masculino a la cabeza, contrastan con su amor al padre. Del mismo modo que se contradice su afán de libertad y su incapacidad de emancipación respecto a la imagen estética que la limita y constriñe.

El monólogo escrito por Ceresoli fluctúa por diferentes regímenes narrativos de aliento dramático (objetivos del personaje, conflicto, acción y revelaciones empáticas) y alta rentabilidad teatral (juegos de voces, contrastes rítmicos…)

LA MERDA pone la expresión en un intenso nivel de fisicidad, comprimida en una actriz desnuda y aparentemente fija encima de un taburete.

LA MERDA se sublima a través de la constatación empírica de que el teatro que más nos toca y contagia (como la peste, a decir del visionario Antonin Artaud) es aquel que se mueve en las coordenadas energéticas y vibrantes de la graduación de la tensión muscular, vocal, emocional y semántica.

Esas vibraciones emitidas por la actriz impactan en nuestro sistema nervioso. Las miradas nos desasosiegan, nos inquietan, hacen que algo pase entre nosotras/os y la actriz. La voz trémula y el grito impacta en nuestros tímpanos y genera impulsos nerviosos que también actúan en nuestro cerebro, tanto desde la musicalidad y la materialidad de la palabra, su sentido y dirección, como desde su significado. De modo parecido, la imagen del cuerpo, la tensión de los músculos, su expansión o retracción, su ocupación del espacio, genera en nosotras/os una respuesta empática.

El teatro, aquí, no deja de ser una reunión (o una ceremonia) de animales que se tantean, que se observan, que se huelen, que se intuyen y se adivinan…

El espectáculo de Ceresoli – Gallerano propicia estas condiciones primigenias del arte escénico y, en un juego de prestidigitación teatral, convierten la expresividad en fisicidad. Transforman las ideas en materia, en carne viva.

Afonso Becerra de Becerreá.

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