Mirada de Zebra

Creer sin Dios

Mis ojos quedaron trabados en el título del libro: «Religión para ateos». Así, espetado a la cara desde la estantería de una librería, me pareció algo inconcebible, absurdo, sin sentido. Mi cerebro se habría cortocircuitado de la misma manera si hubiese leído títulos como: «Platos cárnicos para vegetarianos», «Música clásica para sordos», «Poemas trágicos para salir de la depresión», «Guía sensual de la violencia» o «¡Adelgaza con la dieta del polvorón!». Acerqué la vista. Había leído bien. «Religión para ateos». Para entonces mi mano había cogido el libro y mi nariz husmeaba ya entre sus páginas. El autor, Alain de Botton, filósofo y ateo confeso, se proponía descubrir razonadamente aquello que puede haber de beneficioso en las religiones, asumiendo que todas se basan en un engaño, pues, según él, Dios no existe en ninguna de las diferentes formas que se proponen. Tuve una nueva fusión de plomos: ¿Concebir las religiones como algo útil y provechoso descartando la existencia de Dios? ¿Qué era aquello? ¿No era algo así como fomentar la práctica del fútbol sin balón? ¿O estimular el aprendizaje de un idioma sin decir una palabra? De Botton resumía así su pensamiento:

«La esencia del argumento presentado aquí es que los problemas contemporáneos del alma humana pueden ser afrontados con las soluciones que ofrecen las religiones, una vez estas soluciones se disgregan de la estructura supranatural en la que fueron inicialmente concebidas».

Según de Botton, con independencia de que se hable de Yahveh, Jesús, Alá, Buda o Shiva, las religiones ponen de relieve la necesidad de una serie de elementos fundamentales para el buen devenir del ser humano social como es el sentimiento de Comunidad, la necesidad de las Instituciones o la Educación. Es capaz además de proponer ejemplos concretos. De tal manera que, siempre de acuerdo con de Botton, el Cristianismo es particularmente útil para entender la vulnerabilidad del ser humano, al igual que el Judaísmo lo es para el perdón o el Budismo para el deseo. En consecuencia, en aras de mejorar nuestra convivencia, deberíamos ser capaces de extraer dichas virtudes de su contexto religioso para aplicarlas a una vertiente laica.

A nadie se le escapa (ni siquiera a los propios dioses se les escaparía, en caso de que existieran), la infinidad de atrocidades que se han cometido, y aún se cometen, en nombre de la religión. Tanto es así que uno dudaría en sacar ningún provecho de unas creencias cuya historia está sembrada de sangre e injusticia, de la misma manera que uno no se atrevería a beneficiarse de los descubrimientos científicos que los nazis hicieron experimentando en humanos. Quedo pues enrocado en esta disquisición ética que propone de Botton. Los argumentos a favor y en contra sepultan la balanza.

Pero lo cierto es que si llevamos la atención a las Artes Escénicas, encontramos que uno de los elementos cruciales de toda religión, como es el ritual, allí adquiere un valor esencial, al margen de cuestiones religiosas. Es más, no es posible entender el «big-bang» teatral del siglo XX del que somos forzosos herederos, sin la esencia ritual que acompañó a las propuestas más rompedoras y vanguardistas. Podemos no saber a qué Dios rezaban o rezan –en caso de hacerlo– Artaud, Grotowski, Barba, el Living o La Zaranda, y no por ello sus propuestas pierden valor artístico.

Pensamos en el rito ligado al teatro, y a la mente nos vienen espectáculos cuya estética transpira una atmósfera litúrgica, no necesariamente religiosa. Pero, personalmente, cuando he tenido oportunidad de observar de cerca compañías estables, no me he fijado tanto en la ritualidad de sus espectáculos como en la ritualidad que se esconde en los códigos íntimos de su actividad cotidiana. Lo limpio y cuidado que mantienen el espacio escénico. La sensibilidad con la que tratan los materiales escénicos. Los ejercicios que realizan antes de entrar a escena. Percibir en el silencio, la admiración y respeto que se profesan. Las costumbres colectivas que fomentan fuera de la sala ensayos. En esos detalles, como rezos velados que no persiguen venerar a ningún Dios, sino encender el respeto por el oficio escogido, me parece que se escribía, en un lenguaje sin palabras, el hondo sentido de su práctica teatral. Su por qué. Su simple trascendencia.

En esos detalles no estaría pues Dios, como se dice habitualmente, sino lo que alimenta nuestra ritualidad cotidiana. Aquello que excede su significado elemental. Aquello que nos impide ser mercenarios, que evita convertir nuestro oficio en un mero acto mecánico a cambio de un jornal. Aquello que, cuando no tienes argumentos racionales para continuar, hace que persistas en la lucha. Aquello que en su nimiedad se vuelve imprescindible.

Hace poco vi una fotografía que merodea por Internet donde un joven escribía lo siguiente en la pared: «Los reyes magos no existen. El hombre del saco no existe. Papá Noel no existe. La cigüeña de París no existe. El ratoncito Pérez no existe. ¿Cuándo tendremos edad para saber lo de Dios?». Por mi parte, pueden desvelar el secreto de Dios cuando quieran. Pero el del teatro, por favor, que no lo toquen.

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