Velaí! Voici!

Cuaderno d’Avignon 13. Rapsodias del dolor

Crónica del 25 de Julio

«Personne qui comprenne la doleur de l’autre, et personne qui comprenne la joie de l’autre.

On croit toujours aller vers l’autre et on ne va jamais qu’à côté de l’autre.

Ô tourment pour celui qui sait cela.

Mes créations sont le fruit de ma connaissance de la musique et de la connaissance de la douleur.»

Franz Schubert. Journal, 27 mars 1824.

Alrededor de la pérdida, del dolor y del adiós gira el espectáculo SCHWANENGESANG D744 de Romeo Castellucci y Valérie Dréville del día 25 de julio en la Opéra-Théâtre d’Avignon.

La proyección de los estados de ánimo en los elementos de la naturaleza llenan las letras que escogió Schubert para ser musicadas en sus Lieder.

Castellucci no parece querer añadir nada más, en principio. En el escenario desnudo, sobre un suelo negro que brilla como las aguas hondas de un lago, la cantante, Kerstin Avemo, sola, entona los lieder.

El pianista está fuera de la escena, en la zona de la orquesta.

La solitaria figura de la soprano deshoja las canciones como si fuesen plegarias. Las letras se proyectan en la pared desconchada del fondo.

De repente, en medio del recital, se rompe la convención establecida: la cantante, emocionada, le hace señales con las manos al pianista para que se detenga. Se frota la cara en silencio. Parece como si no pudiese continuar, como si el canto se le atravesase en la garganta. Entonces se da la vuelta, de espaldas al público, comienza a cantar hacia la pared del fondo y concluye el lieder con el verso «Le refuge de mes yeux». Después camina, siempre de espaldas a la platea, hacia el fondo del escenario, abraza el muro desconchado y llora.

La canción de cuna del niño muerto la interpreta abrazada a la pared del fondo. Su voz nos llega como un lamento lejano.

El último lieder, «Abschied / Adieu, D475», lo canta de rodillas, contra la pared, ese muro de las lamentaciones que puede ser el teatro.

Durante este «Adiós» entra en escena la actriz Valérie Dréville y se arrodilla en el proscenio, también de espaldas al público.

Valérie, despliega una gestualidad estilizada y manierista, casi ritual, para interpretar la letra del lieder final, en un tempo largo y pleno de silencios: «¡Adiós! Resuena como un llanto…» (En un estilo semejante al que utilizaba la congregación femenina durante el recitativo de «La muerte de Empédocles» de Hölderlin en «The Four Seasons Restaurant», el anterior espectáculo presentado por Castellucci en el Festival d’Avignon de 2012).

De repente se da la vuelta hacia el público, hacia nosotros, desde su genuflexión, como si acabase de percatarse de nuestra presencia e inquiere, entre asustada y desconfiada, si hay alguien. Nos pregunta qué queremos, qué miramos… Hasta gritarnos: ¿Qué queréis? ¿Qué miráis?… Hasta insultarnos con rabia: ¡Siempre mirando! C’est la merde! ¡Mirar! ¡Mirar!…

Con alarido rabioso y desesperado arranca el suelo negro mientras se escucha de fondo un lieder, como un eco.

Entonces relámpagos asombrosos y un sonido atronador descargan sobre todo el teatro, de modo intermitente y aterrador. Con el resplandor hiriente de uno de los relámpagos, en milésimas de segundo, vemos a la actriz con la testa monstruosa de una bestia.

Vuelve la calma lumínica. La actriz se yergue del suelo, de en medio de ese torbellino negro en el que su furia convirtió la superficie del escenario, y solloza repetidamente: ¡Yo no soy más que una actriz! (Y nosotros tampoco somos más que actores, aquí…) Viene hacia el proscenio, la luz se recorta sobre su figura, con su vestido azul pálido, y repite la coreografía ritual y manierista que había realizado al inicio de su intervención. Una especie de danza lenta de signos gestuales tristes, de rezo y compungido adiós.

A la salida de la Opéra-Théâtre de Avignon, algún espectador comentaba que SCHWANENGESANG D744 de Castellucci parecía un homenaje a las víctimas de la catástrofe ferroviaria acaecida la noche anterior en Santiago de Compostela, en vísperas del Día da Patria Galega.

El nefasto 25 de julio, con esa sensación de tristeza encima, busqué refugió en otros teatros de Avignon y fui a parar a una sala pequeña del OFF, Théâtre du Bourg-Neuf, con LA VOIX HUMAINE de Jean Cocteau, interpretada impresionantemente por la actriz Nicole Dogué, bajo la dirección de Marja-Leena Junker. Una producción de Théâtre du Centaure Luxembourg. Otra historia de ruptura y dolor. Un clásico sobre la perdición.

En LA VOIX HUMAINE de Cocteau, monólogo telefónico de quien es abandonado por quien más ama, hay dos niveles básicos de conflicto. Por un lado, en la superficie, la dificultad fática para establecer y mantener la comunicación a causa de las interferencias telefónicas (que no son más que el símbolo de otras más hondas e irresolubles entre quien ama y quien deja de amar y rompe la relación). Esos problemas técnicos de las interferencias y cortes de la comunicación telefónica son situados por Cocteau como actantes oponentes para acentuar la desesperación de la protagonista. Por otro lado, en las profundidades, vibra el angustioso conflicto alrededor de la pérdida, de la falta, del abismo que se abre cuando desaparece alguien querido. Ahí, la llamada telefónica de LA VOIX HUMAINE, desde la distancia espacial, busca recuperar, como sea, ese amor que se fue.

La actriz, bregada en trabajos de alta complejidad en la Comédie Française, posee un dominio exquisito de las modulaciones verbales y de la expresión de los estados emocionales. Eso le permite trasladarle al personaje matices, sin caer nunca en el lugar común, porque no hay dolor común, aunque el dolor de la pérdida sea universal y se repita sin cesar en diferentes épocas, lugares y personas.

En la lucha del personaje por dominar sus emociones durante la conversación telefónica reside una de sus principales bazas para recuperar a quien ya no está. Nicole Dogué nos muestra como la protagonista se agarra a esa contención como a un clavo ardiendo, para no molestar ni alejar aún más al otro, hasta caer rendida, hasta el temblor y el desfallecimiento. Hay una lucha por mantener la entereza y la integridad y hay las quiebras del dolor extremo en los límites de la cordura.

El camisón rojo sobre la piel oscura de la actriz simboliza esa pasión irrefrenable que abrasa a la mujer que coge el teléfono como una tabla de salvación en el naufragio. Los cigarros amontonados en el cenicero del suelo, los pañuelos de papel, las cajas de pastillas, la almohada que aprieta contra sí, sobre la que se tumba y se yergue, son, en el escenario desnudo, signos externos que proyectan un estado de ánimo.

El 25 de julio acabé la jornada en plena naturaleza, como en los poemas de los Lieder de Franz Schubert, a unos quince quilómetros de Avignon, en la Carrière de Boulbon, una cantera abandonada en la que se hace teatro desde que en 1985 Peter Brook presentara allí su mítico «Mahabharata».

Al abrigo de las rocas y las estrellas el viejo Lear, junto al Pobre Tom y al Bufón examinan y padecen su exilio. LEAR IS IN TOWN de Ludovic Lagarde reconstruye a la vez que deconstruye «King Lear» de Shakespeare, como «escritura de un traumatismo».

El espacio sonoro y lumínico, como únicos artificios, en medio del espacio natural de la vieja montaña, herida para la extracción de la piedra, sirven los efectos tempestuosos que simbolizan ese estadio de perdición en el que se encuentra el viejo rey.

Cordelia, que se transforma en el «Fou», el Bufón, el Pobre Tom y Lear, interpretados por Clotilde Hesme, Johan Leysen y Laurent Poitrenaux, parecen tres actores salidos de una obra de Beckett, pero con la furia imprecatoria de las palabras shakespearianas. Quizás porque a los desamparados solo les resta la fuerza mágica de las palabras, como esconjuro y sortilegio de sus males.

El compromiso artístico del teatro con la vida se manifiesta en sublimárnosla con toda su fuerza, desde el dolor abisal hasta la alegría más pletórica, en esa relación directa y reveladora que se establece entre la acción escénica y la recepción.

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