Y no es coña

Cuarenta y cinco años

La vida te da muchas oportunidades para considerar que es un lujo vivir, que te has dedicado a unas profesiones (periodismo y artes escénicas) que te dan muchas posibilidades de conocer a personas excepcionales a las que primero has admirado y después has tenido la suerte de pertenecer a su entorno, a sus amistades o incluso en ocasiones se ha dado la circunstancia de haber podido trabajar conjuntamente. Son muchos, decenas, probablemente centenares los que caben en esta definición general y uno repasa su agenda y no puede sentir otra cosa que satisfacción.

No obstante, el pasado miércoles día 15 de febrero de 2017 en el Polígono Hytasa de Sevilla, en una espléndido teatro de nueva planta que ha sido el legado de toda una vida y casi, casi la tumba de La Cuadra de Sevilla, pero que lleva el nombre de Salvador Távora, un hombre que acapara en su trayectoria cosas tan importantes como la coherencia, el pulso imaginativo, la fidelidad a unos lenguajes propios, a un imaginario colectivo, que ha sido galardonado con todos los reconocimientos posibles en su Andalucía, en España y en muchos lugares del mundo, y que ha tenido la gran suerte, la inmensa suerte de poder ver cuarenta y cinco años después, un nuevo montaje, dirigido por él, de «Quejío», la obra que conmocionó la escena española, que abrió un camino internacional y que fue un grito de lucha que resulta que si entonces fue sobre los jornaleros andaluces que debían huir de la pobreza a vender su fuerza de trabajo en diferentes lugares, hoy, el mensaje se puede acoplar sin ningún esfuerzo a la situación de los emigrantes que llegan a nuestras costas.

La vida te da oportunidades como es ver el primer «Quejío» hace cuarenta y cinco años. Sentirse atrapado por aquel montaje, colocarlo en un lugar predominante en las ganas de buscar un lenguaje propio, de hacer un teatro eficaz que se acomodase a los pensamientos políticos. Franco vivo, dictadura dura, un supuesto crecimiento económico, sin libertades, esos quejíos, ese flamenco reivindicativo, demoledor, que entraba cada jipío como una navaja en nuestros corazones y en nuestras conciencias, han formado parte de mi sustento teatral. Salvador Távora es una de las personas con las que más he discutido, hablado, debatido, filosofado de Teatro. He sido defensor siempre de La Cuadra. En sus momentos sublimes y en los que parecía entrar en un cierto manierismo. Siempre ha habido en sus trabajos una pulsión genuina, algo que me ha hecho reconciliarme con un teatro directo, sin demasiados adictivos, con las herramientas y tecnología justas y siempre al servicio del discurso.

Y al ver cuarenta y cinco años después «Quejío» he comprobado que ahí estaba ya todo, toda la teorización llegada de la intuición convertida en realidades escénicas, básicas, en estéticas que huía y huyen de los oropeles burgueses. Si ha existido alguna vez una posibilidad de un teatro popular en el sentido de estar al servicio de las clases populares, ha sido el salido de este foco, de este creador, de esa sencillez tan rotunda en sus consecuencias.

Una confesión: Salvador Távora tuvo un hijo fuera de su matrimonio eterno con La Cuadra, «Pasionaria, no pasarán» que hizo con Teatro Gasteiz a partir de un texto de Ignacio Amestoy y tuve el honor de ser su productor. Ciento tres funciones. Con salas abarrotadas y con salas medio llenas. Ciento tres veces con los públicos puestos en pie mientras sonaba la internacional. Ante públicos burgueses, neo-burgueses, de derechas o populares. Ganaba el teatro. Calaba el mensaje. No hablo de oídas.

Creo, de manera sincera, que este «Quejío» de 2017 tiene valores indiscutibles, teatrales, históricos, llega, conmueve, es una parte de nuestra historia, de nuestra mejor Historia Teatral, peor es un espectáculo actual, eficaz, que sigue hiriendo. Que Tenga larga vida sobre los escenarios y que Salvador lo pueda disfrutar. Programadores quitaros los prejuicios, la rutina, la falta de coraje: esta obra no es de reír, no, es de sentir, es de pensar, es de disfrutar. Es teatro del excelente. Se dice pronto, pero son cuarenta y cinco años y parece que fue ayer. Pero es hoy.

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