Críticas de espectáculos

Daisy/Rodrigo García/XXXII FESTIVAL DE OTOÑO A PRIMAVERA

Conversación con una Yorkshire

 

Ahí está la perrita Daisy, sentada sobre sus dos patas traseras, enorme, casi gigantesca, dominando la escena mientras Gonzalo Cunill, emboscado entre sus dos orejas, nos habla, entre otras muchas cosas, de esa manía que hoy tienen las mujeres de afeitarse el coño como bebés, una moda que no le gusta nada. Como no le gusta recordar, lavar los platos, regar las plantas, acordarse de un cumpleaños o practicar el esquí acuático aunque él lo tenga que hacer por huevos para que le admiren sus colegas del chiringuito. ¡Y qué decir de alguien a quien le envías una frase bonita y rebuscada por correo – te amo, me gustas, te deseo – y ese alguien responde con un emoticón! La verdad es que Cunill está hasta los cojones de todo y si no fuera por el enjambre de cucarachas que le acompaña y que podemos contemplar como se huelga en la gran pantalla del fondo, hace mucho que se habría convertido en cactus. ¡Hasta le traen las pantuflas a la cama y le fríen los huevos con patatas!

Ahora entra en escena el que faltaba, Juan Loriente, llevando dos perros en volandas. Se instalan en dos especies de tambores sin fondo y, desde allí, contemplan la escena y a los espectadores. Por cierto que, en otro tambor lleno de agua, una tortuga boquea como puede con la intención de respirar, ¡hay que ver qué ganas de vivir! Gonzalo y Juan platican sobre un episodio del pasado, el baile casi robotizado de dos «frikies» de ley, Beto y El Maniquí, en la discoteca Nanday de la localidad de San Miguel. ¡Y vaya moto amarilla que se gastan! Todo un primor. Así como se dice que la filosofía de Descartes proviene en gran parte de Aristóteles, Beto y El Maniquí conectan con los lienzos de Matthias Grünewald y sus extremidades dislocadas que en la cruz mueve el Cristo como si se tratasen de palillos o crótalos. Entra un cuarteto y toca a Bach. Atraído por tanta cultura, será Leibniz quien irrumpa en escena para regalarnos con una perorata que mima en un estante una hamburguesa con estilo. Mientras tanto, la tortuga intenta mantener la cabeza fuera del agua. Más cucarachas. El cuarteto toca de nuevo. Gonzalo y Juan se visten de fantasmas. Se retiran los músicos, muy jóvenes. Juan es gaseado por Gonzalo desde el tubo de escape de la moto.

Éstas y decenas de imágenes más asaltan al espectador durante la función. Pero esta vez no se encuentran solas sino que van acompañadas por un texto incesante que se les agrega como un run-run. Estamos lejos de espectáculos como Gólgota Picnic, en el que se establece esa unidad entre palabra, imagen, música, vídeo y plástica que es el ideal del «teatro contemporáneo», entendiendo como tal el de vanguardia o experimental. Aquí la música interviene también en la forma del cuarteto de cuerda, pero el pulso lo echan la palabra y la imagen, bien en forma de vídeo o construida sobre la escena. Imagen y palabra que a veces se completan y hacen síncronas, como en el caso de las cucarachas o de la discoteca Nanday, y otras nada tienen que ver, como esa procesión de fantasmas – nosotros mismos – que desfilan por las «verdes praderas». Pero es cierto que, a pesar de la fuerza de las imágenes – y en Daisy la tienen bien potente – la palabra se les impone, lo que vale decir que Rodrigo García se comporta aquí más como un escritor que como un creador de alegorías, a veces arduas de entender.

Hasta ahora – no hay más que recordar su Arrojad mis cenizas sobre Mickey, recién puesta en escena en el ciclo El lugar sin límites – su teatro se ha venido plasmando en una sucesión de acciones o «performances» cuyo entrelazamiento va constituyendo un apólogo o, mejor dicho, una instrucción concreta que podría resumirse en un «¡así es el mundo, gilipollas!». Un teatro de carácter ilustrativo que no necesita demasiado de la palabra para adquirir sentido. El hombre viene a ser como un payaso muy semejante a Charlie Rivel, callado, silencioso, pero con un gemido muy personal que suele bastar para reconocerle. Otra cosa es la sociedad que nos rodea, sobre todo cuando se alcanza una determinada edad que nos obliga a interactuar con ella. Basta con leerse el texto de Daisy (Pliegos de teatro y danza, nº 53) para darse cuenta de que la palabra es aquí necesaria para retratar tanta ignominia como nos trae consigo nuestro entorno social: los comentarios bienintencionados, las amistades peligrosamente fingidas, las carantoñas de tu media naranja un año después de ser tu novia, las invitaciones a comer, el que no te dejen tranquilo o un afuega el pitu echado a perder. Y es aquí, para defenderse, donde se necesitan las dos fuentes, imagen y palabra, e incluso alguna que proceda de la Naturaleza si hiciesen falta más: cucarachas, hormigas, caracoles o «hamsters» (si es que lo permitiese la Dirección General de Seguridad). ¡Ah! Y de provocación cada vez menos, alguna palabra malsonante, algún comentario mordaz. Hasta las cucarachas se nos hacen simpáticas. Como que se comportan de verdad.

David Ladra

Julio 2015

Título: Daisy – Texto, escenografía y puesta en escena: Rodrigo García – Intérpretes: Gonzalo Cunill y Juan Loriente – Iluminación: Carlos Marqueríe – Creación de vídeos: Ramón Diago – Pelucas: Catherine Saint-Sever – Espacio sonoro: Daniel Romero – Escultura de Daisy: Cyrill Hatt – Vestuario: Méryl Coster – Producción: Bonlieu Scène nationale Annecy – Un espectáculo de la Compañía Rodrigo García – Teatros del Canal, Sala Verde – 29/30/31 Mayo 2015

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