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Danza, teatro, literatura… y yoes tras las pantallas

Las circunstancias son excepcionales. El coronavirus Covid-19 ha desplazado el foco de interés de los héroes multimillonarios del fútbol a las heroínas y héroes abnegados de la ciencia y la medicina. Nunca nuestra sociedad estuvo tan atenta y pendiente de las personas que se dedican a la investigación científica. Un sector tan invisible para la sociedad, como el de la dramaturgia para las artes escénicas, o casi.

 

Todo tiene su cara y su cruz. Pero, en este caso, ya no se trata de una moneda de cambio, con dos caras, sino de un complejísimo poliedro. Por eso, quizás, se agradece el silencio frente a la aglomeración de opiniones y juicios que, aunque solo sea por el efecto rítmico de la acumulación, generan más tensión y estrés que otra cosa.

Las personas somos contradictorias. En mí, por ejemplo, anida una pulsión misántropa que me hace ser feliz en estos días de confinamiento. Lo que podría ser un defecto y una incomodidad se está convirtiendo en una virtud. Otra virtud, quizás, es que me acompañe siempre una vocación voraz, una pasión vital que no me permite aburrirme ni estar a la espera de que alguien me entretenga o resuelva mi tiempo. Porque la vida es ahora. Y ahora es tiempo. Así que esperar es dejar de vivir un poco. Esperar es hipotecar el ahora, el tiempo, la vida. Porque la vida es ahora. Quizás por eso me llama tanto la atención toda esa enorme cantidad de colegas del mundo de la cultura que están ofreciendo estímulos a las personas encerradas en sus casas. Una cantidad de estímulos y de propuestas que, de ser atendidas, darían para evadirse de la conciencia y la responsabilidad individual de afrontar esta situación de encierro y de aprender de ella. Toda esa ingente cantidad de estímulos y entretenimientos para tapar o atenuar aquello que el propio confinamiento nos pudiese revelar sobre nosotras/os mismas/os.

En las redes sociales, durante estos días de encierro, mucha gente está comenzando a emitir espectáculos domésticos, realizados desde la domus (casa), de muy diversa índole y fortuna. Los que tienen que ver con el teatro, arte relacional por excelencia, son los que más se resienten. Esa relación, que es esencia del arte teatral, requiere contacto directo y no hay plataforma virtual que lo mantenga. Ni una retransmisión en directo por internet, ni una grabación audiovisual son teatro, ni danza, ni circo, ni ópera… La tensión rítmica afectiva y la atmósfera común, que dotan de un sentido profundo las artes vivas, se esfuman tras las pantallas.

También estos días muchas escritoras y escritores, aprovechando el encierro de la mayoría de la población, intentan promocionar sus libros y su persona, al mismo tiempo que ofrecen alicientes a las enclaustradas que no saben qué hacer o qué leer.

En las redes sociales podemos encontrar muchos vídeos en los que, desde sus casas, nos leen fragmentos de alguno de sus libros. Esta podría ser, según mi modo de ver, otra manera de adulterar la relación íntima que alguien puede establecer con un libro. Una relación íntima en la que influyen parámetros tan aparentemente insignificantes, pero que no lo son para nada, como la velocidad de la lectura o los lugares en los que cada persona necesita parar, para reflexionar, para digerir, para tomar aire…

Pero esto aún no es lo más grave, sino constatar cómo una gran parte de las escritoras y escritores destrozan sus obras cuando las leen en voz alta.

Haciendo amigas y amigos, voy a mojarme y contarte lo que me pasa, la mayoría de las veces, cuando escucho a una escritora o escritor leer o recitar en voz alta. Siempre hay excepciones, claro está, pero en la mayoría de los casos se produce un desfase entre la riqueza y la singularidad de los textos escritos y la pobreza de una dicción y expresión estereotipadas.

Esto, a mí, me duele aún más cuando se trata de escritoras cuya obra admiro y que estos días escucho como la destrozan, poniendo entonaciones aparentes que evidencian sus ganas de gustar y de atraer. Imitaciones de curvas melódicas estandarizadas, como en algunos programas de radio, que ahuecan la voz, para que suene más profunda, o la emiten como quien alienta mientras habla, dejando que suene el aire, para darle una pretendida sensualidad. Tonemas litúrgicos o místicos,  declamaciones afectadas, ortopédicas o aquel tono que subraya e ilustra, produciendo una redundancia respecto a lo que está escrito. Esto por no introducir en este debate la pertinencia del timbre de la voz o de sus cualidades (nasalización, afonía, etc.) en relación al texto. En este sentido también nos podríamos parar a preguntar si esa voz es la más adecuada para vehicular ese texto.

La mayoría de las lecturas en voz alta tienden a añadir una intención, la de la persona que lee, a la intención del texto y esto, en cierto modo, puede también adulterarlo. Y si fuésemos capaces de liberarnos de la intención, aún así se interpondría, entre la complejidad y riqueza del texto, los dejes y características personales de la voz y de la manera de leer de la persona. Textos confinados (limitados) a un tipo de voz, de expresión y dicción.

Estos días, personas confinadas en sus casas, textos confinados en las voces y elocuciones de sus autoras/es, artes escénicas confinadas tras cámaras de teléfonos y ordenadores, tras las pantallas. Y ellas, las pantallas, a impedirnos ver(nos), pensar(nos) y relacionarnos con lo que tenemos y con lo que nos falta, con lo que queremos y con lo que nos dicen que podemos querer y así en bucle. Yoes tras las pantallas.

Me parece a mí que, en las pantallas, ni el teatro es teatro, ni la danza es danza, ni las lecturas de textos son literatura.

En todo caso:

¡Ánimos!

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