Zona de mutación

De cuando éramos otros

Parirse a uno mismo, nacerse. Ser fruto de tus propios amamantamientos. Leerse, decodificarse. Y un día, de la nada, recordar que vas a morir. Se es hijo de un duelo, esa es la verdad. Correr, adelantarte. Ser adulto. Hasta olvidar cuando inventabas palabras. Cuando hacías ese grito hiperagudo para contactarte con los otros en el campo. Escuchabas a los relatores y gustabas de asustarte. Esa adrenalina conectaba a las buenas cosas del vivir. Y producía risas asustarte. Brujas, diablos y hombres sin cabeza. Una leyenda de las cosas, que se dejaban traspasar, trasmitir por esa pátina poética que las circundaba. Las tías veían a sus muertos pasar por la ventana, deslizando, sin tocar el piso. Dios se ocupaba de problemas personales y ellas le cumplían. Nada más despertar, que el día se erigía en escritura. Los que más sabían lo tenían en el gesto, debajo de los pliegues que el tiempo le producía al rostro. Sin influencias, las cosas se emitían puras, inmediatas, como una dádiva poética. En ellas se retenían dones, magias por decirlo de una forma. Refulgían en poderes de sólo friccionarlos adecuadamente. De llegar un libro a quien éramos en aquel entonces, había que esconderse para abrirlo, y hacer que nadie alterara el increíble cruce de devoraciones que aquel trance producía. Una otredad en uno mismo, una pantalla para el cine interno. Una forma de aprender a pensarse, como de materializar las propias cuitas. Cómo fue que olvidamos esos dones. Los de penetrar para arriba mientras nos mirábamos adentro. Cuando vivir era un dejarse ver. Para el caso, si uno no estaba de ánimo, con no aparecer ya era suficiente. Cuando todo parecía un ritmo de vigilia con las cosas finitas y de sueño al adentrarte a la visión con las eternas. Había una hora propicia para que las cosas se expandieran en uno o uno en las cosas. No había que explicarlas si no había nada que nos separara de ellas y nos hiciera ver que eran distintas. Pero hubo que olvidar de vivir como poetas. Acotar los sistemas sensibles. Deslindarlos y romper con la sinergia cuasi natural. Ser conscientes de nuestra actualidad y superar la intemporalidad. Amanecer a las consideraciones y a las hermenéuticas. Hasta saber que el día es día y la noche noche. Y enredarte igual al ciempiés al saber para qué son cada uno de esas patas. Y ya el graznar de la lechuza apenas si nos da ternura. Nada de aquella adrenalina. Vendimos nuestras entelequias por un puñado de dólares de arena. No es momento de develadores, de lectores de sombras. Acotar el campo sensible a una ley de ajuste espiritual. Anclarnos a la eficiencia horizontal del atleta. Cuando el sol sale, ilumina el orden del día en las agendas. No hay horas que alcancen para cumplir con todo. La racionalización de la energía y de las disponibilidades, tal vez me permitan llegar con bien al final de la jornada, sin sospechar de mis trasfondos.

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