Zona de mutación

De dónde vienen los dilemas

No pocas de las reflexiones del artista teatral pasan por responder a «qué teatro hacer». Los factores autoconscientes no son gratuitos. Replican los perfiles definidores de una personalidad determinada. Hacen al andamiaje de lectura y percepción que ese agente propositivo tiene en la cultura. Es capaz de saber lo que conviene, así como de hasta donde tensar las decisiones incondicionales que guían el más genuino proceso creativo. Si bien se parte de reconocer que no hay recetas preconcebidas, no escapa que las ideas o imágenes más osadas, requieren de un cuadro de condiciones a reunir, en el que también se decide los aciertos o no de una puntual estrategia. Una simple imagen se milita entre un maremágnum de acechanzas capaces de segarla.

Los indicadores que establecen conveniencias metodológicas, desafían al talento de un creador, no menos que lo hace su eventual capacidad para generar un arte interesante. El gran talento pareciera integrarse de múltiples talentos intermedios, que no nacen de un repollo, sino que se gestan en nupcias con lo imprevisible, con lo riesgoso, ante las fuerzas desmedrantes del ‘para qué hacerlo’.

Cómo llega un artista, en términos de una búsqueda implacable, a lo que desvela y desoculta ese algo digno de advenir y aparecer. En calidad de qué fulguración, puede decidir un creador legalizar lo imprevisto. Cuál fue su especial preparación. Su disponibilidad proverbial para vérselas con lo genuino, lo capaz de transgredir aquello que se espera de él.

¿Acaso la misma pregunta por ‘lo que hay que hacer’, sujeta a algún imperativo funcional ¿no contradice la posibilidad de manejar sin condiciones previas, aquello que cabe hacer?

De donde nace la decisión exacta. Cómo prevenirla de los males y asedios que pretenden reconducirla a fines digitados. Pareciera que el problema no es esa pulsión primaria donde van los genes de una creación, sino el recorrido, las rutas por su portador, presionado por mil cantos de sirenas, que no es raro que en algún momento, contradigan los brillos de las gemas instintuales, lo más primigenio del imaginario del artista, enterradas en el barro de las tentaciones pragmáticas, dispuestas a provocar en nombre de pretextos de toda laya, desviaciones y cegueras capaces de desvirtuar los alcances de los dones.

Cuántas estrategias no han de practicarse, en definitiva, para evitar las propias trampas, las propias emboscadas al más recóndito signo, expresión de esa luz primal. Cómo aligerar la creación de los sí-mismos apropiantes y depredantes del sujeto que crea.

No hay duda que el teatro es una laguna en la que proliferan las algas malignas que lo contaminan. O en todo caso, que neutralizan el necesario equilibrio entre los factores de transparencia y accesibilidad. Las decisiones complejas que connotan una realización teatral, por la multiplicidad de agentes que intervienen, son intervenidas todo el tiempo, por actores que no pocas veces no están integrados al proceso antropológico del crear, pero que sin embargo se siente avalados a contaminar la naturaleza prístina que esa acción supone.

Los trances éticos, sin que esto imponga un ‘eticismo’, están ligados en un artista, a su valor y talento para desembarazarse, despojarse de los musgos que pudren y desnaturalizan. La entereza para no sucumbir a los desgastes que conllevan los caminos más largos, los de saber encontrar las mencionadas gemas, por un razonado y conspicuo desmalezamiento de los lodos que las cubren.

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