El Chivato

Discurso de Eugenio Barba al recibir el Doctor Honoris Causa en Brno (República Checa)

Eugenio Barba ha sido reconocido con el título Doctor Honoris Causa por la Facultad de Teatro de Janáček Academia de Música y Artes Escénicas de Brno (República Checa).

 

Discurso en ocasión de la entrega a Eugenio Barba del título Doctor H.C. de la Academia de Música y Artes Performativas, Brno (República Checa). 12 de mayo del 2017 

Eugenio Barba 

El instinto de laboratorio

Enseñar a aprender y aprender enseñando

He solo rehecho a mi manera lo que he aprendido. No olvidé a algunos oficiales del colegio militar de Nápoles donde estudié y sus diferentes formas de tratar a los jóvenes cadetes indisciplinados y fanfarrones; un soldador noruego, Eigil Winnje, me enseñó en su taller de Oslo cómo la fuerza del ejemplo y el orgullo del trabajo bien ejecutado unen a un grupo de artesanos; Jerzy Grotowski, en Opole, Polonia, me reveló que el teatro no es solo un espectáculo bien hecho.

A los veinte años en el Golfo de Vizcaya, aprendí en pocas horas que se puede ir más allá de los propios límites. Me había embarcado recientemente como marinero en un barco mercante noruego, cuando se desató una tempestad. Las olas sacudían el piso bajo mis pies. Comencé a vomitar, el mal de mar era insoportable. Extenuado, dejé la sala de máquinas y me refugié en la litera de mi camarote. Imprevistamente una poderosa ola me alzó en el aire: era el oficial de guardia, un gigante con expresión gentil, que me había levantado y me decía en voz baja: “¿Piensas que estás en un crucero? Regresa al trabajo.” Allí, de rodillas, rodando por el suelo y parándome de nuevo al ritmo de las enormes olas, limpié durante horas el piso aceitoso, metálico, de la sala de máquinas, lavando incluso las huellas de mi propio vómito.

Fueron mis actores quienes me enseñaron a ser director. Sobre su piel y gracias a sus carencias y dificultades, a su tenacidad y a las diversas soluciones que descubrían, aprendí prácticamente el arte teatral con sus esoterismos y vuelos pindáricos. El ritmo de crecimiento era diferente para cada uno, como así también el tipo de relación que tenía con ellos. No existía un método que funcionara para todos.

Detrás de mi rigor, he nutrido por mis actores una forma de amor especial: mezcla de gratitud y ternura. Por eso luché para evitar que me dejaran. Con frecuencia debí cambiar mis costumbres, las dinámicas internas de nuestro grupo, la estructura organizativa y operativa del teatro para acercarme a sus necesidades personales e individualidades artísticas. Estos cambios nos  generaban  incertezas  y  excitación:  como  un  nuevo  inicio  que  revitaliza  la  repetición constante del oficio. Estos “terremotos”, estos esfuerzos por cancelar la rutina de nuestra micro- cultura, es uno de los factores de la longevidad del Odin Teatret. Incluso después de haber desarrollado alas propias, algunos actores permanecieron; y otros que se habían alejado hacia horizontes diferentes, sintieron la necesidad de regresar al “laboratorio” que habíamos construido juntos.

Si el teatro es una isla flotante, los compañeros que elegí, formé y que me han formado, determinaron la duración y el modo de flotar. En el fondo se trata de vínculos afectivos. ¿Puede esta suerte de amor ser un método que se enseña?  

La ciudad del teatro

Cada generación entra al teatro como a una ciudad que construyeron otros: barrios, arrabales, zonas peatonales y sentidos únicos, modos de circular, zonas de estacionamientos prohibidos, estacionamientos permitidos, edificios, monumentos y parques.

Esta urbanística está regida por reglas, convenciones, modos de comportamientos y atajos que le permiten a los recién llegados moverse y vivir. La ciudad del teatro tiene su propia cultura material, una abundante red de caminos operativos, económicos y técnicos, que determinan el poder habitarla con indiferencia o pasión, el sentirse excluidos, vivir sosegadamente en los márgenes, colaborar o rebelarse, mejorarla, rechazarla o volverla a fundar.

Estos caminos son métodos: a la letra, vías que conducen a otro lugar. Los métodos son variados y diferentes. Hay calles deshonrosas y abarrotadas, y otras  honestas y aburridas; bulevares nuevos sobre los cuales la gente no se ha formado aún una opinión, y callecitas antiguas como viejas herederas con las cuales nos podemos casar desconociendo que pueden ser asesinas. Hay calles siempre limpias, alamedas aristocráticas, calzadas más humildes y ajetreados callejones de artesanos. Estos caminos – estos métodos – se originan siempre en un ambiente que condiciona el modo de pensar y accionar de quien los recorre. Hay calles de mala reputación donde nos vemos obligados a vivir, y calles donde soñamos con construir una casa.

¿Cómo orientarse en la urbanística del teatro que es el resultado de historias lejanas que no nos pertenecen? ¿Cómo transformarla en una urbanística que sea parte de nuestra historia y de nuestras necesidades más profundas?

Únicamente al final de nuestra vida podemos darnos cuenta si hemos seguido el camino justo – el método irrepetible que solo nos pertenece a nosotros. Entonces estaremos en grado de reflexionar sobre la casa que hemos construido, si es un teatro hecho de ladrillos cuya cáscara vacía permanecerá después de nuestra muerte, o es un ambiente-en-vida con mujeres y hombres de un perfil único, cuyo particular impulso vital se extinguirá con su desaparición.

En esta urbanística – que podemos aceptar, combatir o ignorar – existe un valor que no se deja explicar con palabras. Aflora tácito al final de nuestras vidas observando porqué, dónde y cómo usamos durante años y años el oficio teatral en una sucesión de cambios animados por la misma obstinación y coherencia. Cuando comenzamos, muchos pensaban que nos internábamos en un callejón sin salida. Hoy continúa siendo así. Pero para algunos conlleva el signo de una vía magistral.

Esto es lo que sucedió en 1964 cuando cuatro jóvenes noruegos rechazados de la escuela de teatro de Oslo se unieron a un inmigrante italiano que quería ser director. No fundamos el Odin Teatret para oponernos a la tradición existente y a su enseñanza formal, sino porque no logramos ser admitidos. No teníamos ideas originales ni ambiciones de experimentación. No éramos por cierto revolucionarios. Solo queríamos hacer teatro a cualquier costo, pagando incluso de nuestro bolsillo. El teatro era nuestra balsa. De espaldas contra el muro, teníamos la temeridad – o la impertinencia – de querer adivinar nuestro camino. Lo llamamos “laboratorio”. La temeridad de un momento se volvió la temeridad de siempre. Diría que se transformó en instinto. ¿Se puede transmitir el instinto de la temeridad?  

Cuerpos que arden 

A inicios de los años ’60, la topografía del teatro era simple: por un lado edificios teatrales cuya arquitectura y relación actor-espectador no variaba desde hacía siglos; por otro, textos de autores interpretados por actores formados en escuelas teatrales.  

Hoy, cuando sabemos ya que nos ha ido bien, muchos aprecian el camino que encontramos. Juzgan los resultados y olvidan los inicios. Esos jóvenes sin experiencia y su director sin un techo sobre su cabeza, no poseían originalidad o talento – tal vez una buena dosis de chutzpah, presunción y arrogancia – cuando decidieron prepararse para el teatro solo con diferentes actividades físicas. ¿Para qué le podía servir a un futuro actor esta mezcla de ballet clásico, acrobacia, posiciones de yoga y ejercicios de “plástica” del por aquel entonces desconocido Grotowski, arriesgados “duelos” con bastones que habíamos inventado y ‘études’ inspirados en Stanislavski: servir y beber una taza de té sin taza ni tetera?

Perplejas, las personas – y yo con ellas – se preguntaban cómo se podría llegar a ser un intérprete sensible de Sófocles o Chéjov repitiendo durante horas y horas estos ejercicios, segmentándolos en fases con ritmos diferentes.

Imponía disciplina y silencio absoluto. Sin embargo, cada actor era un líder, responsable de guiar a los compañeros en una de estas actividades. Todos teníamos el mismo grado de inseguridad, ingenuidad y falta de práctica. Habíamos decidido aprender solos y ya aspirábamos a enseñar, pretendiendo que nuestro teatro de principiantes era un “laboratorio”.

Nuestro autodidactismo tenía la forma de un diálogo con maestros distantes o muertos. Después de algunos años se volvió claro que los silenciosos, interminables ejercicios eran una forma de pensar con todo el cuerpo, de lavar los reflejos utilitarios de nuestra mente, de combatir los movimientos y los clichés de nuestra “espontaneidad” privada. Para los actores, el entrenamiento era la pista para levantar el vuelo llevados por el propio viento interior.

Para mí fue importante descubrir que el training no se reduce a una variedad de ejercicios. Puede funcionar durante los primeros años. Después se vuelve un vagabundeo creativo del actor, un bricolaje personal, acompañado por la sorpresa y la capacidad de hacer crecer un organismo vivo. Al inicio puede ser un organismo simple: una breve escena. Después este organismo se vuelve cada vez más complejo con relaciones, textos, cantos que el actor estructura individualmente como demostración de trabajo, espectáculos, iniciativas pedagógicas, proyectos artísticos.

En el Odin Teatret el training fue una manera de integrarse a la cultura específica del grupo, con su historia de actores de diferentes nacionalidades sin una lengua en común ni entre ellos ni con los espectadores. Pero el training fue también un tiempo de libertad para cada actor en particular y los ha acompañado a lo largo del tiempo, independientemente de las prioridades productivas del teatro y de los intereses del director.

Notaba cómo este camino de trabajo cada vez más personal hacía “volar” al actor. Veía cómo su cuerpo se transfiguraba durante los ensayos y los espectáculos iluminando ángulos oscuros de mi vida y de mis obsesiones. Una de estas obsesiones derivaba de mi condición de inmigrante: cómo vivir sin enfangar la propia dignidad y la dignidad de los otros. Otra obsesión era la Historia, la geografía que nos circunda y en la cual se encuentra Guernica y Auschwitz, Hiroshima y Alepo, la discriminación y el atropello al más débil.

Al final de los años ’60, mis ojos no fijaban su atención solamente en la transformación de mis actores. Ensayando el espectáculo Ferai, pensaba en el cuerpo en llamas de Jan Palach, el estudiante universitario checo, que en una esquina de la Plaza Venceslav en Praga se prendió fuego para resistir a la invasión soviética y a la “desmoralización” de sus compatriotas. “Mensajes enviados de una hoguera”, escribió Artaud hablando del actor. Es la ambición de la gente de teatro y la despiadada realidad de la Historia. Arder: ¿es este un modo de resistir y   mantener la propia dignidad en el teatro y en la propia época? ¿Es este un instinto que se puede transmitir?   

Ir lejos

Cada grupo de teatro, que se formó a través del encuentro de personas motivadas, secreta   un veneno: la involuntaria repetición de los conocimientos y experiencias propias. Es una de las causas de su disgregación después de pocos años.

Aprender a aprender – descubrir lo que nunca hemos visto siguiendo caminos aparentemente áridos e inútiles: largas y superfluas desviaciones, el alternarse de actividades desenfrenadas y de impases, un exceso de energía dilapidada en tareas simples o infantiles, andar contra natura aceptando que lo que cuenta es el problema no la solución. Como director, este fue mi antídoto contra el veneno que consume a un grupo de teatro.

El conocimiento acumulado se vuelve una fortaleza que permite afrontar asedios y adversidades. Es también una prisión de la cual no se escapa. Lo que sabemos precede a nuestras decisiones. Entonces, empleamos todas las fuerzas en anudar sábanas, entrelazamos una cuerda para arrojarla, de noche, afuera de una ventana en el intento de huir del castillo en la cual nuestra experiencia nos ha encerrado.

Aprender a desaprender: es el placer de la vejez. Viajamos no para cambiar de lugar, sino para cambiar el modo de pensar, de ver. Vamos lejos solo cuando ignoramos a dónde vamos. ¿Se puede enseñar esta ignorancia? 

Cancelar

Me gusta hacer crecer un espectáculo como un paisaje habitado por fantasmas serios y burlescos que han atravesado pasiones extremas y muertes. Me gusta poner en acción un proceso que genere crecimiento salvaje, acumulación, profusión de elementos contrastantes, excrecencias, digresiones, senderos que se pierden en la espesura. El resultado es un paisaje vivo que habla con voces discordantes y cuya génesis está en la biografía, en la imaginación y en el saber de mis actores. Después, me gusta cancelarlo. Voy ideando los subterfugios más intrincados para desencadenar una tempestad que, oleada tras oleada, desmantele el paisaje y me haga ver sus fantasmas, portadores de mensajes personales para algunos espectadores, yo entre ellos. En el transcurso de los ensayos, en la furia de la tempestad, percibo sus apariciones. Entonces siento una felicidad intensa como cuando imprevistamente nos damos cuenta de que estamos enamorados.

Más allá de su significado literal, metafórico o arcano, los detalles – como las palabras – tienen una corporalidad estética, un poder seductor, una naturaleza voluptuosa. Los fantasmas que habitan los espectáculos del Odin Teatret están hechos de la sustancia de los detalles – dinamismos ínfimos, alusiones, transiciones, pausas, silencios, inflexiones insólitas, cadencias elusivas, aceleraciones repentinas. Los espectáculos nacen de una vitalidad centrípeta indescifrable que abraza y cicatriza el paisaje destrozado que los actores y yo cultivamos con tanto cuidado y durante tanto tiempo. Cada nuevo espectáculo avanza con cautela reaccionando al precedente. Una contienda entre hermanos y hermanas. La misma sangre, la misma genealogía, un interminable choque entre Etéocles y Polinices, Antígona e Ismena. Siempre hay temas que retornan. Como fantasmas. No es casual que Espectros de Ibsen se llame Gjengangere – los que regresan. Como en francés – Les revenants.  

Todo esto es un saber hacer cargado de supersticiones personales. El sentido profundo de la elección de hacer teatro es diferente para cada uno de nosotros. Es también incomunicable. Esta incomunicabilidad decide nuestras visiones, los procedimientos técnicos, las relaciones, el modo de dirigir un teatro, las gratificaciones y las categorías estéticas. Nuestra práctica cotidiana zigzagueante consolida el respeto recíproco ante esta imposibilidad de comunicar. ¿Se puede enseñar la incomunicabilidad? 

Laboratorio

Desde   su   nacimiento   en   1964,   el   Nordisk   Teaterlaboratorium/Odin   Teatret   ha desarrollado tres campos de acción – artístico, pedagógico y de investigación. Las diferentes actividades  se  desarrollan  en  áreas  separadas,  cada  una  con  su  propia  denominación: espectáculos y cursos con el nombre del Odin Teatret, ISTA – International School of Theatre Anthropology, Universidad del Teatro Eurasiano, CTLS (Centre for Theatre Laboratory Studies), Archivos del Odin Teatret, Odin Teatret Film y la casa editorial del Odin Teatret. Obviamente han interactuado entre ellos durante su desarrollo.

En el ámbito de estos campos de acción crecieron otros proyectos e iniciativas – estudios de género con el Magdalena Project, el Festival Transit y la revista The Open Page, convenios, publicaciones sobre la transmisión de técnicas incorporadas y “conocimiento tácito”, laboratorios interculturales  de  práctica  actoral  y  sobre  todo  un  abanico  de  actividades  dirigidas  a  la comunidad entre las cuales sobresale la Festuge, la Semana de Fiesta de Holstebro. Son actividades en las cuales la creación artística, la práctica pedagógica y conciencia social se entrelazan con la investigación. Esta zona fértil e intermedia corresponde a lo que en las ciencias naturales se llama investigación aplicada.

En teatro la investigación pura corresponde a la investigación de los principios de base. Una forma de acercamiento consiste en regresar a los orígenes, escrutando a fondo los primeros días de aprendizaje y planteándonos preguntas ingenuas para obligarnos a ver nuevamente nuestros conocimientos desde otro ángulo.

Sea la investigación pura como la investigación aplicada implican un ambiente en el cual sea posible experimentar la eficacia de los instrumentos usados en la práctica. El ambiente de artistas y estudiosos que ha crecido en torno al Odin Teatret comparte curiosidad y compromiso. La combinación de teoría e historia, de práctica y reflexión creativa es esencial para el desarrollo de una cultura del teatro y es parte del bagaje metodológico de esa ciencia pragmática – como la definió Jerzy Grotowski – que puede ser aplicada a nuestro oficio.

Podría  describir  de  esta  manera  las  múltiples  actividades  que  nuestro  laboratorio desarrolló con el mismo núcleo de actores durante más de cincuenta años. Las palabras corresponden a los hechos. Y sin embargo, cuando las leo, me siento incómodo. Son como un mapa que indica el camino que aún no existe y donde los resultados parecen garantizados incluso antes de ponerse en camino. Peor aún, parece una receta. Pero el teatro no es medicina, el teatro no es abstracción, ni siquiera metáfora o poesía. El teatro es una técnica para hacer ver la Vida. Actores y espectadores deben verla con los ojos de sus sentidos y de su memoria.

Mi oficio me recuerda el trabajo del artesano que en el Ceilán del pasado pintaba los ojos de las estatuas de Buda que serían colocadas en el templo. Era el último detalle a ser ultimado. Los ojos eran la mecha que transformaba la estatua en un objeto ardiente y sacro. Debían ser pintados al empalidecer la noche: el príncipe Gautama había recibido la Iluminación y se había transformado en Buda a las cinco de la mañana. El artesano, con ropas suntuosas, adornado con joyas y una espada en la cintura, observaba el rostro monstruoso de la estatua sin ojos, sin existencia, sin luz interior. Su tarea era infundirle Presencia, Vida, Verdad.

Se trepaba a una escalera colocada frente a la estatua seguido de un ayudante que llevaba los pinceles, los colores y un espejo de metal. El artesano sumergía un pincel en el color mientras daba la espalda a la estatua como si quisiera esquivarla. El ayudante, un escalón más abajo, sostenía el espejo. El artesano elevaba el pincel por encima de su hombro izquierdo y pintaba un ojo, después el otro. Nunca miraba directamente el rostro, se dejaba guiar por el reflejo del espejo. Solo el espejo recibía la imagen directa de la mirada en el momento de ser creado. Ningún ojo humano puede cruzar la mirada del Buda cuando recibe la Iluminación y ve. La tarea podía llevar horas o un minuto. A veces meses o años.

Imagino a mis actores como artesanos que pintan ojos a las figuras de la ficción teatral. Les infunden sacralidad, dignidad, belleza, algunas de las cualidades supremas de la vida. Los observo mientras pintan concentrándose en el espejo que les pongo adelante y que les muestra solo una parte del rostro ciego, sin facciones, de un fantasma que viene de lejos – un personaje. Han empleado medio siglo para incorporar este saber hacer – o temeridad – y han encarado esta tarea, de un sentido profundo diferente para cada uno de ellos, pero que a la vez nos une y compartimos con un puñado de happy few. 

Este fue mi laboratorio: pintar ojos para poder ver y poder hacer ver a otros. Ávido de aferrar los secretos de los pintores de ojos.

No sé de dónde viene el instinto que me empuja a accionar de esta manera, como permanece también en el misterio para mí el instinto que empuja a mis actores a seguirme. ¿Es esta la santidad de la ficción? ¿Se pueden transmitir estos instintos?

El tiempo ha atenuado en mis sentidos y en mi sensatez fronteras, categorías, certezas. Me encuentro en un paisaje en el cual me gusta aún inclinarme para descubrir huellas que escaparon a mis intereses y necesidades. He explorado este paisaje por más de medio siglo y el tiempo lo ha recubierto de una finísima arena. Circundado por mis actores durante los ensayos de un nuevo espectáculo – el único laboratorio verdadero – reconozco bajo mis pies el paisaje recubierto por la arena: un desierto inconmensurable. Sucede que de una grieta escondida se desprende un viento imprevisto que sacude la arena y me ciega. Veo rojo: el fuego interior de los actores transforma la arena, la cancela y la vuelve a modelar en vidrio. A través de su transparencia, en un torbellino de ficción, veo la danza de los contrarios. Es la Vida que me acuna en sus brazos.   

Traducción: Ana Woolf

 

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