Mirada de Zebra

Drama, rito y dolor

Tolba Phanem, poeta africana, cuenta que en una tribu de África cuando una mujer está embaraza se retira al bosque con sus amigas, y en la intimidad compartida, buscan la canción del bebé. Piensan que cada ser humano viene al mundo con una vibración particular, con una canción que refleja su esencia vital y que la madre y sus amigas deben descubrir. Pasan largo tiempo meditando y escuchando, y solo cuando la canción se les revela, vuelven al poblado para enseñársela al resto de la tribu. Será la canción que acompañe al bebé en los momentos importantes de su vida. La tribu la cantará cuando nazca, cuando comience en la escuela, cuando se case y también cuando esté a punto de despedirse en su lecho de muerte.

Cantar para amplificar momentos únicos, para que sigan siendo únicos aún siendo de muchos. Cantar para tejer una red vibratoria que haga de un conjunto de personas un grupo. Cantar para que la intensidad de una emoción no sea una vibración aislada que derrumbe la integridad de la persona en la que nació. Cantar pues para que la emoción sea como una gota que cae en agua y se expande en ondas para ser memoria compartida, y no una gota que, en una soledad autoimpuesta, colme nuestra capacidad de resistir en vida.

Cuando hace unas semanas morían 5 niños en un accidente de tráfico en Burgos, el psiquiatra Jesús de la Gándara hablaba de la importancia del duelo para poder salir adelante en esos momentos en los que parece que todo se detiene. Aquello que ritualiza el dolor, lo disminuye, decía. En unas circunstancias tan trágicas, percibir que el dolor de uno se contagia y se comparte con otros, ayuda a mitigarlo. La carga que ha caído encima es más llevadera cuando se siente que hay más personas que la soportan al lado de uno.

De la Gándara puntualizaba además algo interesante. El ritual que ayuda en el duelo debe tener una duración justa y un carácter adecuado que no devenga en frivolidad. El modelo a no seguir, como en tantas otras cosas, es la televisión, y los telediarios en particular, donde el exceso de información y el uso del morbo como cebo para atraer al espectador, acaba generando el efecto contrario al que aparentemente aspira. El ensañamiento en el dolor, seguir exprimiendo la tragedia cuando de las lágrimas solo queda su sal, termina por saturar la capacidad empática del espectador e instaura la indiferencia allí donde debería estar la empatía.

Pineso entonces en el teatro, y al contrario de lo que sucede en televisión, ese pequeño espacio, humano, de contacto directo, en la mayoría de sus estilos y ramificaciones, parece prestarse mejor para cobijar el rito y el duelo.

Una de las muestras de duelo más enternecedoras y bellas que recuerdo aparece en la película «Los sueños de Akira Kurosawa». Allí se muestra la celebración tras la muerte de uno de los hombres más ancianos y sabios de un pueblo de Japón. No hay llanto, color negro, ni gafas oscuras que oculten los rostros. En su lugar, una fiesta de mil colores, la danza, el canto, la percusión. Celebrar la muerte como homenaje a la vida que se ha ido. Imagino ese pasaje de la película de Kurosawa en algún lugar especial de mi ciudad, convertido en un magnífico espectáculo ritual de calle.

Desde hace algún tiempo, en algunos ámbitos de la programación teatral hay un mantra que se repite. Con los tiempos que corren, no hay lugar para dramas. En el teatro reír es lo que necesita la gente, reír y no asistir a un acto donde al espectador se le reproduzca la sensación de desgracia que le acompaña en la vida cotidiana. Se prioriza entonces por el estilo teatral, que debe ser complaciente y cercano a la comedia ligera, antes que optar por la calidad del acto. Entienden de forma simplista que el arte es una vía de evadirse de la realidad, asumiendo que negar el problema es su solución.

Por todo lo comentado aquí, a mí se me antoja más bien lo contrario: sin negar el espacio para el humor y la risa necesaria, el momento actual es probablemente más propicio que otros para tratar la tragedia aplicando, eso sí, nuevas miradas. Creemos arte y belleza también con aquello que nos produce dolor y desdicha. Sabemos que aliviar esas contracturas del alma sigue la dinámica contraria a la de una epidemia. Cuanto más comparte, cuanto mejor se ritualiza, mejor se sobrelleva.

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