Zona de mutación

El actor en la era de la desaparición

Decir que Auschwitz abrió la brecha de una era de la desaparición, no debe dejar de connotar su réplica fáctica en numerosos puntos del planeta. El actor de la era de la desaparición parece el territorio modelo donde el rito compensatorio de una espectralidad, de aquello que se define por la imposibilidad de hacer de la ausencia un acontecimiento, favorece que la vaciedad pudiera ser enmendada por un aparecer. Hay un territorio en la cultura, más propiamente en el arte, que metaforiza, encarnando dicho retorno al equilibrio. Entre ellos el trabajo del actor. Lo que apareja la cuestión de cómo incide la política de desaparición de personas en la política de aparición en una performance teatral, contando con que nada impide que las técnicas artísticas se originen en los antídotos históricos que operan y replican como contrapeso. En el territorio teatral, bien puede decirse que el actor «busca el personaje como las madres de desaparecidos buscan a sus hijos». No todo es stanislavskismo o grotowskismo. Y para no acceder a verbalizar la situación en el lenguaje del propio desaparecedor, mejor será ponerse a cubierto de decir que en dicha ausencia ‘no hay’ o que lo que se espera ‘no está’. La propia búsqueda torna inmanentemente política, definiéndose en esa encarnación, en esa presentificación, una redención de la presencia. El niño inmaduro, aquel de Lartigue que menciona Virilio en su ‘Estética de la desaparición’, incluso el inmaduro de Gombrowicz y hasta el vidente de Rimbaud, desarticulan un espacio homicida donde el discurso que ausenta la mirada del infante, aparece como el espacio de una negación, incluida la de los valores más asibles de la muerte: «el desparecido no está», «la Shoah no existió», etc.

Pero es ese vacío el útero germinal que alimenta la posibilidad de una nueva manera de nombrar.

El actor que poetiza-politiza el espacio de la ausencia, es un apate que engaña los dictámenes para la ocupación de dicho vacío, no poniéndose delante, sustrayéndose, para que la carne de la ausencia invocada, corporice. Acción que no existe sin un abandono de sí, una suspensión. Epojé activa.

Frente a la imposibilidad para hacer de la ausencia un acontecimiento, la vaciedad compensada por un aparecer.

El filósofo Oscar del Barco, citando al poeta Juan L. Ortiz, habla de «la intemperie sin fin». El hombre mismo como intemperie, en lo abierto, expuesto, desprotegido. La redención de ese no-lugar de ausencia, en tanto mención de una técnica, no es el resguardo de una máquina reproductora de sin sentido. La sola mención de una sustracción acarrea la imagen de una superación del sujeto, por encima del nombre. Esa supresión es un vaciamiento en donde vendría a manifestarse lo indeterminado, un espacio primigenio, un prius donde el hombre (poeta) tiene el último reservorio para ver en lo invisible, o como dice el filósofo: «el ver en el ver». Pero algo debe pasar con el lenguaje y el cuerpo cosificado. Es un trance, un espacio que conjura el kairós propicio para que algo ocurra. La razón de esa sustracción del yo es la promoción de lo abierto, o en el sentido que veníamos razonando, de ‘la intemperie sin fin’ que es el hombre.

Cómo ser otra vez inasibles, cómo ser como actor el escenario de un don.

La picnolepsia por la que el niño se ausenta de su conciencia unos segundos, sugiere para el actor, el espacio de un inconsciente escénico al que el personaje se sustrae, para alternar entre su presencia y su capacidad de advenir, de aparecer, un ritmo psicológico percutante capaz de horadar la noche del sentido. Un espacio propicio donde «mirar lo que uno no miraría, escuchar lo que no oiría, estar atento a lo banal, a lo ordinario, a lo infraordinario. Negar la jerarquía ideal que va desde lo crucial hasta lo anecdótico, porque no existe lo anecdótico, sino culturas dominantes que nos exilian de nosotros mismos y de los otros, una pérdida de sentido que no es tan sólo una siesta de la conciencia, sino un declive de la existencia» (Virilio).

La picnolepsia en el actor, avalado en los placeres de su arte, deviene capacidad para ausentarse a la que aludiría el sustraerse del actor al personaje, a través de un manejo deliberado de los niveles de conciencia, cuya trasposición de un nivel a otro, puede asociarse a la vigilia paradójica, oscilación psicológica pensable así como a través de una concentración profunda, pueden escarbarse contenidos subconscientes alternados a estados más superficiales.

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