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El agua y la danza. Maremoto de Miguel Moreira

En una obra de Bernhard, un personaje afirma que quien no conoce el mar, la pleamar y la bajamar, no conoce las leyes de la composición teatral.

El mar, fuente de vida. También de muerte. Eros y Tánatos. El mar del que salen los organismos que evolucionan y dan lugar a todas las especies, según la leyenda científica del evolucionismo. El mar de las navegaciones, de la pesca, de los baños salutíferos en la noche de San Juan. Pero también la violencia que anida en las olas, que hunde barcos y ahoga personas.

El dramaturgo, director escénico y coreógrafo portugués MIGUEL MOREIRA hace actuar al agua en sus últimas creaciones: «The Old King» (2011), «Pele» (2013) y MAREMOTO, estrenada el 6 de febrero en el GUIdance 2016, en el Centro Cultural Vilaflor de Guimarães.

Además, la actuación del agua, en las dramaturgias de Moreira, también aparece documentada en espectáculos suyos anteriores: «Se eu não puder dançar esta não é a minha revolução» (2008), «Parede» (2002) y «Ágatha Ágatha» (1999).

MAREMOTO arranca con las olas del mar. Reconozco las aguas y las espumas atlánticas que bañan las costas portuguesas y parte de las gallegas. Hay en el movimiento y en la textura, color, sonido… de esas aguas, algo familiar y próximo, algo diferente a otras aguas de otras latitudes.

En una pantalla se proyectan las olas lamiendo la arena de una playa y, después, chocando contra las rocas.

El sonido amplificado del mar nos envuelve.

La ritual repetición del vaivén marítimo abre el ritual del teatro.

El suelo del escenario es de tela oscura empapada, igual que acontecía en «Pele» (2013).

El agua escénica no corre como la de los ríos o la del mar, es un agua lagunar que encharca el escenario, que brilla en los pliegues de las telas oscuras mojadas. Es un agua que se siente, se escucha en el pisar y en los contactos de los cuerpos con el suelo. Es un agua que vuelve el terreno resbaladizo y que convierte el escenario en una superficie inestable, en la que el equilibrio deberá ser ganado a cada paso.

Una mezcla entre la belleza fotográfica y sensual de Robert Mapplethorpe y la contorsión escultórica de August Rodin se concita sobre los hermosos cuerpos de los hermanos gemelos, los bailarines ANDRÉ y GONÇALO CABRAL.

Encaracolado uno de ellos en la esquina de una mesa de madera, enroscado el otro en el suelo mojado, moviéndose en acrobáticas contorsiones, sus figuras negras destellean como animales mitológicos impulsados por ondas sísmicas, marítimas.

Llueve. Caen chorros de agua. La piel oscura de los bailarines relumbra en las luces azuladas que envuelven la escena en un hálito surreal.

En los cuerpos de André y Gonçalo se producen estertores genésicos, no tanáticos. Estertores eróticos, más vinculados a la vida y a su fuerza que no a la mineralización o a la ceniza.

Estamos ante una tierra líquida. Un terremoto marino. Un maremoto flamígero.

El ardor y la lumbre del agua emerge de esa coreografía extraña, que parece borrar las figuras antropomórficas para convertirlas en composiciones cubistas de órganos, ahora un antebrazo y una nalga, ahora el pecho y las rodillas, ahora la espalda y los pies, ahora un omóplato y una mano…

La poesía florece en los dorados de la luz sobre la charca escénica en la que se agitan los cuerpos.

La tiniebla inicial, rota por el fuego constructivo y deconstructivo del movimiento.

También surge, la poesía, del empleo de materiales propiamente constructivos: ladrillos, cuerdas, cadenas…

La columna ascensional de ladrillos entre la agitación de los músculos de los bailarines. La afirmación de esos materiales constructivos y la afirmación sensual de los músculos y de sus tensiones en la construcción y el trabajo del movimiento en los límites de la danza y el teatro.

El cigarro que uno de los gemelos enciende, desde un lado de la columna de ladrillos. El humo del cigarro, que sale de la boca de uno y entra en la boca del otro, atravesando los conductos de los ladrillos, atravesando el muro. La columna de humo atravesando la columna de ladrillos. El humo que sale de la materia cuerpo y atraviesa la materia mineral ladrillo para entrar, de nuevo, en la materia muscular cuerpo. La columna de ladrillos entre los hermanos Cabral y el hilo de humo, pasando por las celdas de los ladrillos, de uno a otro.

El juego muscular de los omóplatos y las espaldas actualizando imágenes icónicas de Mapplethorpe.

El derrumbe de la torre de ladrillos.

El lanzamiento de cadenas, en una danza entre la esclavitud y la liberación, la violencia y el esfuerzo laboral…

Los calderos que penden de una bara que desciende del telar del escenario, igual que en «Auto para Jerusalém» (Festival de Almada, 2001), aquí agitados en maremoto coreográfico, para lanzar olas de agua.

La capacidad para formar y deformar la imagen de un cuerpo, animalizándolo, cosificándolo, transformándolo en un nudo de músculos.

La calidad de un movimiento viscoso, que puede ser metáfora de la génesis de la vida, en ese dúo de iguales (de gemelos).

Ese dos espejo y espejismo, en el que resuena la utopía de la unión, de la unicidad.

Esos dos cuerpos que se vuelven líquidos engendradores, en la mezcla de tendones y fibras, en la composición de siluetas escultóricas recortadas contra una tiniebla blanca y húmeda.

El dos que se conjuga en el uno de la silueta escultórica, que se recorta, negra, en la tiniebla, blanca.

Entre las olas de este MAREMOTO sigue reconociéndose esa poética de Miguel Moreira, en la utilización de agua, telas encharcadas en el suelo, el movimiento para abrir luces contra las tinieblas, los materiales constructivos (palés en «The Old King», ladrillos en «Maremoto»), el fuego en los cuerpos y también en un cigarro…, pero, sobre todo, la capacidad de los cuerpos para formar y deformar el diseño de sus figuras, entre la alegoría y la metáfora cinestésica.

El génesis y el mar, el agua, las espumas… El apocalipsis y el mar embravecido, el maremoto, las aguas turbulentas, las pasiones… La interacción del dos, los dos bailarines, que genera el uno y la unidad.

Este MAREMOTO de Miguel Moreira hace aparecer una atmósfera neorromántica de tonos oníricos y surreales. Una atmósfera de una sensualidad telúrica arrebatadora.

Afonso Becerra de Becerreá.

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