Zona de mutación

El didáskalo del caos

Suele calificarse al director como el partero del hijo de otro, o como el vientre alquilado para la gestación del sueño de un extraño. Los motejamientos, paradojalmente negativizan lo que en su origen puede ser positivo. Pero es que la paradoja nutre al director de escena. Aquel que con el estreno de su obra ya no es. El ensayo es el devaneo de alguien que mañana ya no es. Después del hecho teatral, el director se ha ausentado. Ese mañana cuando es hoy, lo lleva a hablar desde una triste anacronía. Parafraseando al autor de Blanchot, el director es alguien que antes de la obra no existe y después de la obra no subsiste. Todos, autor, director, actor, mueren asesinados cada noche por el espectáculo. Conocemos al director, básicamente por su impronta, por su obra. Pero también podrá suponérselo por eso mismo ‘fuera del tiempo’, o lo que no es lo mismo, ‘más allá del tiempo’. Ese director que quizá cuando se ve su obra ya está haciendo otra que supera o cuestiona a la anterior, lo hace una figura poética que las palabras sólo pueden abordar en prosa. Marchando a otra obra en pos de otra puja. ¿Lo que busca en la próxima es lo que no tenía la anterior? ¿O es que lo busca porque no lo tiene? ¿O de alguna manera, intuye que lo tiene y sólo a costa de una lucha personal podrá descubrirlo?

Ahí anda, ahí va el director. Rehusándose a limitar el infinito a los marcos de una obra, y presumiendo que sabe cómo hacerlo. Que será más después de su obra, de lo que era hasta entonces. Luego si por vanidad gira a ver lo hecho, podrá con justicia devenir en una estatua de piedra. Volver a dirigir la siguiente obra, no es sino repetir el morir mismo. Y sin embargo reincidir, porque tal repetición guarda la fantasía que en ese acto reside lo que impide la aniquilación.

Ahí anda el director, ofuscado sacudiéndose sus resabios de lacayo. Servidor de textos y diseños exteriores, va de un lado a otro sin lograr encontrarse a sí mismo. Acuciado por sus propios dilemas. ¿Qué es lo que hay que hacer entre tanta profusión de fórmulas? Tanta oferta capaz de anular el más mínimo planteo. ¿Para qué, si con recetas ligeras siempre hay uno en algún lado al que le va de maravillas? Tanta imprescindibilidad prescindente. Después de todo, si no es el actor el que ha muerto, es el director. Todo es relativo. Describir la función del director, es igual a describir una nube. Las formas que se ven en ella, o son precarias o meras apariencias. Qué extraña misión de cuajador supeditado a subsistir en una próxima cuajadura. El director es una función mutante o una mera evanescencia. Y aún así, un acrisolador de un orden posible en el cosmos, que sólo subsistirá como una visión, un sueño social. No pocos creen que su especialidad es ordenar el caos. Lo que lleva a muchos, ante los materiales indirigibles, a clamar por ‘alguien que venga a poner orden’. Esa capacidad lo hará oscilar entre el vigilante y el demiurgo, como una función que no es para cualquiera. Hasta las cosas más disímiles se autoorganizan, por lo que sólo le cabe catalizar la tendencia de las cosas a armonizarse. Su templanza o su oficio pueden hacerlo ver como un sabio que ostenta saberes especiales. Lo que raya con la soledad, cuando no la incomprensión.

Cuando pisa el escenario vacío, porque el espectáculo aún no fue hecho o porque ya se ha consumado, tendrá la certeza de que toda realidad concentrada puede caber en su intuición. La manifestación de su intuición, será el despliegue casi musical de un sueño, de un ‘insight’ que explica el mundo. Todas las fuerzas de la escena parecen tifones desobedientes. Nada parece empeñarse en un fin. Cada subjetividad es un azote que contiene la parte del todo. El director puede pescar ese detalle y hacer que vibrando la parte, aparezca el todo. Si la punta de la nariz trabaja, todo el cuerpo también trabaja.

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