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El drama de la vida o la vida en el drama. La Velocidad del Otoño de Eric Coble por Magüi Mira

 

La velocidad del otoño de Eric Coble, en la versión de Bernabé Rico, con dirección de Magüi Mira es un poema dramático en el que, por decantación, se sintetiza una vida, o mejor dicho, la vida, observada desde la tercera edad. Un poema dramático en el que el suceso representado solo es una excusa para ahondar en el concepto de belleza, inextricablemente unido al de libertad, en la vejez.

La interpretación de Lola Herrera y Juanjo Artero se abre hacia esa zona en la que la relación interpersonal, entre los personajes que encarnan, se expande hacia los horizontes de sus existencias y no tanto hacia el pragmatismo de la situación dramámatica del aquí y ahora.

Una madre anciana, que fue pintora y que mantiene esa mirada especial de la artista, y su hijo menor, que hereda de ella esa mirada y que, además, vive en los márgenes de la convención familiar heteropatriarcal, como gay y como aventurero nómada, se encuentran en una situación liminal que, en vez de resolver, se orienta hacia el ritual de la comunión entre dos almas gemelas que siempre han soñado ser libres.

Jean-Pierre Sarrazac, en Poétique du drame moderne. De Henrik Ibsen à Bernard-Marie Koltès (2012), hace una distinción, que a mí me parece muy iluminadora, entre dos maneras de enfocar el drama. Por un lado todas las obras que se podrían englobar en la categoría de “la vida en el drama” y, por otro lado, todas las obras que se podrían englobar en la categoría “el drama de la vida”.

A “La vida en el drama” pertenecen aquellas obras que representan un suceso importante o determinante de la vida de un personaje o de una colectividad. Son las obras en las que el desarrollo de la acción nos sirve una presentación, un nudo y un desenlace de ese suceso o acontecimiento determinante que la obra representa. Aunque para ello necesiten recuperar algunos antecedentes, normalmente por medio de diálogos referenciales, que traen al presente el recuerdo del pasado, las obras que se encuadran en la categoría de “la vida en el drama” centran su evolución dramática en un suceso principal: el ascenso al poder de Macbeth, en la obra homónima de Shakespeare, o el ocaso de Blanche Dubois en Un tranvía llamado deseo de Tennessee Williams, por citar solo dos ejemplos muy diferentes.

Sin embargo, dentro de la categoría “el drama de la vida” entrarían aquellas obras en las que la emoción filosófica y la contemplación y análisis de toda una vida desborda la objetividad de la voz del drama canónico aristotélico. Se trata, por tanto, de obras en las que cualquier suceso vital se desparrama en digresiones de aliento lírico o filosófico que diluyen la intriga y anulan la economía lógico causal del encadenamiento de las acciones. La espectadora, el espectador, ya no estará pendiente de la resolución de un conflicto determinado, sino que se deleitará en el arrullo del pensamiento y de la emoción suscitados por la evocación de toda una vida.

Observemos unos pocos ejemplos prácticos.

Primero, el caso de “la vida en el drama” en Un enemigo del pueblo de Henrik Ibsen. En esta obra, la espectadora, el espectador, estará pendiente de si el Dr. Stockmann consigue vencer en el combate contra todos los sectores poderosos de la ciudad, incluido su hermano el alcalde, cuando descubre que las aguas del balneario, que es la principal fuente de ingresos de la ciudad, está contaminada y supone un riesgo para la salud. La evolución de las escenas va generando, de manera verosímil y realista, de manera, por tanto, causalmente motivada, un desarrollo hacia la resolución que nos atrapa y que nos hace estar pendientes de cómo acabará el enredo.

Sin embargo, en La noche justo antes de los bosques de Bernard-Marie Koltès no estamos pendientes de la resolución de un suceso sino que permanecemos inmersos en la relación con esa voz que nos habla desde su soledad, desde su extranjería, desde su afán apasionado por retenernos. Un ser que nos abre su soledad suburbial para compartirla con nosotras/os. Aquí estaríamos, entonces, ante un caso de “el drama de la vida”.

El “drama de la vida” también se puede observar en otro ejemplo fascinante, I Am the Wind de Jon Fosse. En la escenificación magnética de Patrice Chereau, nos situamos ante dos personajes sobre una especie de balsa a la deriva, dos seres periféricos en una situación límite en la que aflora la fuerza del amor. Una situación cuya ambigüedad y cripticismo nos sirve para navegar, a nosotras/os también, a la deriva y observar los impulsos y la emociones que ahí se congregan.

El 28 de septiembre de 2017 fui al Teatro García Barbón de Afundación de Vigo y disfruté con eso que llamamos «teatro de actor» y que, en justicia, también deberíamos llamar «teatro de actriz». Una puesta en escena de Magüi Mira en la que se puede captar la finísima sensibilidad actoral de la directora para orquestar La velocidad del otoño de Eric Coble con Lola Herrea y Juanjo Artero.

La pieza de Eric Coble diluye el drama convencional, basado en el desarrollo de sucesos causalmente motivados, para centrarse en la expresión de los personajes: una madre anciana, que fue pintora, y su hijo menor, que hereda de ella las dotes artísticas y una sensibilidad más allá de las conveniencias cotidianas.

La velocidad del otoño arranca con una situación de partida en la que tenemos a una anciana atrincherada en su casa señorial, de la que la quieren sacar sus hijos para llevarla a una residencia donde pueda estar bien atendida, porque consideran que a su edad no es recomendable que esté sola. El hijo menor, que llevaba muchos años en el extranjero, vuelve para hacer de intermediario entre sus hermanos mayores y la madre.

La obra de Eric Coble se centra en el re-encuentro de estos dos personajes, la madre anciana y el hijo outsider. La situación dramática apenas avanza en el plano de los sucesos, contrariamente, su evolución opera en el plano más interno, más íntimo y, a la postre, ideológico, hasta llegar a la total comunión de la anciana madre y del hijo, unidos por su visión altruista y sensible respecto a la belleza, al arte y a la vida.

La pieza se abre hacia el drama rapsódico, otro concepto que le debemos al dramaturgo y profesor Jean-Pierre Sarrazac, en el que el diálogo refiere y evoca todo el recorrido vital y los anhelos y frustraciones de ambos personajes.

Antes de la mitad de la obra ya nos percatamos de que entre ellos no existe una relación dramática convencional de protagonista – antagonista, sino que, ambos, van caminando, a la par, hacia el mismo objetivo, hacia la misma utopía: la libertad y la belleza imperecedera (porque la belleza no solo es patrimonio de la juventud).

Todas las evocaciones que surgen en la conversación entre la madre anciana y su hijo diluyen la convención tradicional del drama canónico y hacen emerger el drama rapsódico.
La directora, con muy buen criterio y honda sensibilidad humanística y artística, colabora en esta perspectiva cuando utiliza la música de La Traviata de Verdi para generar algunos momentos climáticos en el discurso de la madre, que se sobrepone a la música, de manera integrada, como en un recitativo.

Por cierto, hacía mucho tiempo que no asistía a una interpretación en la que los silencios y las pausas estuviesen tan bien articulados en el ritmo de las frases. Lola Herrera tiene un manejo de la dicción impresionante, una capacidad para actuar con los silencios fuera de lo común. Aquello de réplica – contrarréplica, todo seguido sin pausa, ella lo rompe cuando quiere, sin que cese el movimiento expresivo. El personaje del hijo se dirige a ella, le dice algo, ella lo mira, calla, y de allí a un momento le contesta y su respuesta, su contrarréplica se vuelve plena de sentido. ¡Una maravilla!

Estos silencios y esta manera tan performadora de actuar, por parte de Lola Herrera y Juanjo Artero, ahondando en lo existencial poemático y filosófico más que en lo procesual dramático, genera una impregnación muy personal en la que el concepto de personaje parece ceder y dejar paso a una verdad muy pegada a la actriz y al actor. Una aproximación a lo que se define como teatro de personas, más que teatro de personajes.

Aquí, en La velocidad del otoño, hay personajes y hay historia, pero transitando por los límites y acercándose al ritual y al juego en el que lo fenoménico, las propias energías y los seres de la actriz y del actor, están muy presentes.

La sensación que produce el “drama de la vida” resulta especialmente emotiva e iluminadora. En La velocidad del otoño, el debate social y político, que puede suscitar el tema de la dependencia en la tercera edad y el respeto a la voluntad de las personas mayores, se ve así expresado de una manera próxima y balsámica. Nos permite respirar y pensar, desde una emoción que no es cegadora sino desveladota.

 

 

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