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El genial patetismo ilustrado de Carles Santos

La verdad es que no sé si existen los genios o las genias, pero de existir, mi candidato es Carles Santos, el multifacético compositor musical y poeta escénico de Vinarós.

Por encima de cualquier etiqueta, Santos hace gala de una libertad salvaje que revienta tabúes y funde géneros y modalidades artísticas. Una imaginación musical, plástica y postdramática (acción real sublimada artísticamente) desbordante y, al mismo tiempo, concisa, concreta, limpia en su acabado y en sus trazos.

Sus espectáculos siempre resultan sorprendentes y fascinantes gracias a su capacidad innovadora para utilizar la ironía y los contrastes, así como la repetición y la variación. Mecanismos generadores de sus dramaturgias.

Sin «pathos» y patetismo no hay genialidad. Y en las creaciones del genio de Vinarós el «pathos» está garantizado por la presencia de pulsiones humanas básicas, desde la pasión obsesiva por la música y el juego con el sonido, hasta el erotismo en algunas de sus vertientes más controvertidas: el fetichismo, el sadomasoquismo (cáptense estos literalmente o bien, en otro nivel de lectura, como una metáfora de otros aspectos fundamentales de la vida humana).

Lo patético relacionado con el dolor, la tristeza o la melancolía y, en otro orden, con el grotesco y lo vergonzoso, también está ligado con algunos de los elementos compositivos que suelen aparecer en las dramaturgias de Carles Santos.

Le recuerdo arrodillado en el suelo del Teatre Lliure de Gràcia entre dos pianos de cola, tocando una dificultosa partitura de Bach, en La Pantera Imperial (1997). Una imagen cristológica de sacrificio y placer de un genio postrado ante otro genio, retándose en un auténtico orgasmo musical.

Le recuerdo haciéndole un cunilingus fonético a una bailarina que abría sus piernas encima del teclado de otro piano de cola, al mismo tiempo que tocaba, en Ricardo i Lena (2000).

He visto volar y saltar por los aires a sus cantantes en la ópera-circo Sama Samaruck (2002).

He visto como le salía una enorme polla negra de la boca y una cresta roja en la cabeza en La meua filla sóc jo (2005), donde un coro de mujeres percutía en sus barrigas luminiscentes mientras cantaban «Xoxània, Xoxònia, Xixònia i Xixínia» en la escena titulada «Fetus».

Y en su último espectáculo he visto como su culo en pompa hacia el respetable era azotado por una percusionista que, entre palmaditas, azotes y frotamientos, generaba una música que sublimaba la imagen de ese culo anti-canónico de 75 años. Un calvo musical de Carles Santos.

PATETISME IL·LUSTRAT, se estrenó en Temporada Alta de Girona el 13 de noviembre de 2015 con el subtítulo «(10 maneres diferents de començar un espectacle)». Yo lo he podido disfrutar en la Sala Tallers del TNC (Teatre Nacional de Catalunya), el pasado 20 de noviembre de 2015, aniversario de la muerte del Dictador.

PATETISME IL·LUSTRAT ha vuelto a poner en escena, como suele ser habitual en las obras de Carles Santos, la plenitud de la libertad que deviene de esa amplísima ilustración que canaliza el patetismo y la «rauxa» del genio de Vinarós.

El primer número es una «obertura» de insultos, actuada por Mónica López delante del telón, encañonada por el círculo lumínico de un cabaret. El lanzamiento de afrentas evoluciona a una performance vocal fonética en la que se deconstruyen las locuciones insultantes pero se mantienen las entonaciones melódicas de las intenciones vejatorias.

En el segundo número, se abre el telón y el círculo de luz se concentra sobre el culo del insultado que es azotado, como ya hemos indicado, en una performance que le saca música al pompis.

El tercer número es la danza de la bailarina, Dory Sánchez, moviéndose pegada al linóleo negro del suelo e interaccionando con un robot aspirador rojo que tiene forma circular. El movimiento es musical y, al mismo tiempo, produce música en la interacción con el aspirador.

En el cuarto número, la percusionista enjaulada, Núria Andorrà, con sus mallas negras acordonadas de rojo, es introducida, como una fiera, o el objeto del deseo de la bailarina, Dory Sánchez, que arrastra la jaula y penetra en ella para formar un dúo que le saca fuego a las rejas, entre baquetas, rozamientos y otros tanteos erótico-musicales.

El quinto número es la imagen de una montaña de pieles de la que emerge la actriz para ironizar sobre la calidad y el esperma.

El sexto cuadro nos sitúa ante una gigantesca persiana negra en la que aparecen clavados cincuenta pares de zapatos de tacón rojos. Cien zapatos rojos de tacón que, sobre el muro negro, por efecto de la luz lateral, parecen ojos incandescentes flotando en la oscuridad.

Entra la bailarina en escena y, como un Hércules, tira de esa gigantesca persiana vertical para desplazarla a la horizontal y convertir el suelo en un campo de zapatos rojos de tacón deshabitados.

Las notas del piano invisible y los pies de la bailarina van calzando esos zapatos.

Se crean momentos de conflicto entre el sonido, los zapatos rojos de tacón y la bailarina, que se queda atrapada en algún par de zapatos.

Este sexto cuadro acaba a latigazos sonoros, con la música repetitiva del piano, con los saltos frenéticos de la bailarina sobre los zapatos hasta caer rodando, y con el desplazamiento y elevación de la enorme pared de zapatos.

El séptimo número comienza con la bajada de un aparato, al principio extraño, que cuando se acerca al círculo rojo que hay en el suelo negro se activa y comienza a soplar. Es un secador de manos automático, plateado.

Sale la actriz y juega con el secador. Cada vez que lo aproxima a alguna parte de su cuerpo el aparato sopla. Se sienta encima y comienza, con sus manos, a percutir en el aire que sale del secador automático cada vez que las acerca.

Se trata de una escena que parece una variación de la segunda, cuando la percusionista estaba sentada encima de Carles Santos azotándole el culo.

En el número octavo vuelve a aparecer la pareja de la percusionista y la bailarina. La primera sigue con sus mallas negras, con los laterales acordonados en rojo, en plan dominatrix, la segunda va con chaqueta de traje blanco, unos zapatos blancos de tacón imposibles y un casco blanco de motorista.

La relación coreográfica se centra en la percusión con las baquetas sobre el casco en diferentes posiciones. El contacto físico es sonoro.

El noveno cuadro consiste en rasgar y arrugar partituras arrancadas de un libro o cuaderno.

Carles Santos camina en silencio y, en ciertos momentos, arranca rasgando, y aprieta en sus manos el papel para tirarlo al suelo hecho una bola.

Mónica López le observa, de pie, en el lateral izquierdo.

Carles Santos desaparece por la derecha. Le escuchamos arrancar otra página del libro de partituras y tirarla entre bastidores.

Vuelve a entrar en escena y sigue con la acción de arrancar páginas.

La propia escena se convierte en una partitura de silencios y sonidos sutiles: rasgar, arrancar, arrugar, tirar…

Santos acaba esta acción lanzando un último papel a los pies de Mónica López, ella lo recoge, lo desarruga y lee la partitura como quien lee un mensaje secreto incompleto. Entonces corre en la búsqueda de otra bola de papel en la que encontrar la continuación de ese mensaje secreto. La despliega y lee para ella misma, y sigue… hasta que ve que Carles Santos mete en la boca una nueva página arrugada.

Mónica se apresura junto a Santos y muerde esa misma página. Vemos a Santos y a López, vis à vis, cheek to cheek, pegados, unidos por ese papel arrugado que muerden ambos. Un mordisco-beso apasionado que los lleva al suelo y, tumbados boca abajo ambos, enganchados por las bocas que muerden la partitura, se abrazan se manotean hasta desaparecer tras las cortina blanca de boca que los tapa y abre el décimo y último cuadro de este PATETISME IL·LUSTRAT.

Una cortina blanca de boca que ondula con el aire y el sonido.

Una cortina blanca traslúcida que convierte la escena en una ventana dentro de la cual el abrazo es intimidad y nosotros unos espías voyeurs.

El tiempo de la luz extinguiéndose de la cortina blanca y el final.

En este nuevo espectáculo podemos darnos cuenta que la música se genera aquí a partir de la idea escénica, a partir de la imagen y de la acción teatral y no al revés, como acontecía en los anteriores espectáculos de Carles Santos. En aquellos la música parecía preceder a la escena y esta resultaba su visualización, como si la concepción musical pariese imágenes y se visualizase encima de un escenario. Sin embargo, en PATETISME IL·LUSTRAT tenemos la sensación de que la dramaturgia (concepción de acciones teatrales) ha parido a la música.

El propio director, en una conversación después de la función nos explicaba que es la primera vez que comenzó escribiendo y reflexionando sobre lo que iba a hacer en el escenario. Imaginando las escenas. Mientras que antes solía comenzar por escribir la música. También nos habló del poder de la música con su «efecto de infiltración», utilizó literalmente la expresión: «entra por las venas».

Y en clave de humor dijo «jo represento molt bé el patetisme».

Acompañado por el cineasta Pere Portabella, la charla derivó hacia una especie de disertación poético filosófica sobre el arte, en la que ninguno de los dos quiso desvelar ni explicar la obra, conscientes de que eso sería reducirla o acotarla. Sí hablaron, sin embargo, del «silencio clamoroso» del público, que se abre como una especie de hueco absorbente, que establece una tensión dinámica con el espectáculo.

También apuntaron la importancia de la contaminación interdisciplinar y el arte como fruto de la colisión entre personas diferentes que están en una sintonía. Una colisión que siempre es un factor expansivo que hace avanzar.

PATETISME IL·LUSTRAT ha vuelto a despertar en mí una especie de entusiasmo y de alegría, por momentos apoteósica, que, de alguna manera, demuestra que solo la ilustración (el arte) puede vencer el patetismo de la vida y de algunos de sus trances.

Afonso Becerra de Becerreá.

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