Y no es coña

El gusto, el criterio y el dicterio

Procuro huir de la nefasta actualidad partidista en esta infame campaña electoral. No voy a perder ni un segundo en comparar las propuestas en el campo de las artes escénicas porque quiero seguir creyendo en la acción política, pero advierto a todas las personas que me lean, que lo peor de todo es que gane quien gane, el INAEM seguirá siendo un problema político que nadie quiere solucionar. He escrito político, porque su eficacia cultural es relativa, su incidencia en el devenir de las artes escénicas forma parte de la Gran Mentira, por lo que vamos a dedicarnos a otras cuestiones para no amargarnos las torrijas.

 

En estos días que he tenido un gratificante reencuentro con Helena Pimenta, pero que no creo vaya a cambiar de manera radical mi opinión sobre el teatro español del Siglo de Oro, he intentado intuir cómo se forma el gusto teatral de la ciudadanía normal. Ciudadanas y ciudadanos de las anchas castillas, de las montañas del Maestrazgo, de las costas mediterráneas o de los verdes valles montañeses. Cuando nos ponemos campanudos, hablamos en términos grandilocuentes como si fuera o fuese verdad que existe igualdad educacional, cultural, laboral en todos los lugares de un territorio nacional cualquiera. Juraría que, en estos asuntos de las artes escénicas, es donde la diferencia entre lo rural y lo ciudadano se diferencia de una manera más evidente. Y no digamos la diferencia por clases sociales y por estudios, que son enormes, sino que una población media de cincuenta mil habitantes, la posibilidad que se tiene de interesarse por el teatro, formarse una idea, un gusto y más allá de todo eso, un criterio para discernir entre calidades y texturas es bastante más difícil que en ciudades de mucha mayor demografía, ofertas, unidades de producción y programaciones culturales y específicamente teatrales. Y pueden si quieren contarme millones de excepciones, pero siempre son de incidencia relativa.

Por mi propia biografía puedo dar algunas pistas. Formado teatralmente en Barcelona, pasé media vida en Euskadi, viviendo en Vitoria, en un pueblo como Elorrio y en Bilbao. Actualmente mi residencia teatral habitual es Madrid, además de mis viajes a festivales, ferias y puntos del globo que tienen mucha vida, pero que además llego siempre en sus momentos de máxima agitación y lo hago desde dentro de la bestia, es decir invitado, formando parte del evento y sin poder apartarme de esa burbuja para ver con exactitud qué sucede. Por decirlo de una manera grosera: desconozco el precio de las entradas. Aunque me preocupe en ocasiones por argumentaciones demagógicas que escucho sobre lo caro o barato de esas entradas, no forma parte de mis preocupaciones.

Es decir, alguien que haya nacido, estudiado, vivido y ejercido su vida profesional en una capital de doscientos mil habitantes, podrá desarrollar sus capacidades en muchas disciplinas por el estudio y el desarrollo de sus capacidades, pero en el campo de las artes escénicas, el pellizco se lo puede dar cualquier espectáculo que vea en su lugar de residencia, pero el conocimiento global, le costará más porque no tendrá a su alcance muchos trabajos emergentes, divergentes, diferentes que son los que van haciendo, en un principio un gusto y posteriormente los que fundamentan los criterios para argumentar sobre esos mismos gustos.

Quiero decir, sin dicterio ninguno, que es más difícil encontrar visiones globales, actuales, con un conocimiento real, de ver, de estar viendo, de asistir a representaciones de los trabajos más novedosos, especialmente si se dedica al ejercicio de la crítica, sea en la modalidad que se quiera. En la inmensa mayoría de los teatros de las redes existentes en el Estado español, la uniformidad de la programación es sospechosa. Se reproducen los mismo espectáculos de una calidad media, al entender de algunos suprema, pero del mío, rozando la mediocridad culposa, y no puede acercarse a espectáculos de la intensidad y cuestionamiento de casi todos los valores conservadores estéticos como La Veronal, La Zaranda, El Conde Torrefiel, por poner tres ejemplos españoles y no ponerme estupendo citando a algunos creadores que solamente se pueden presenciar en programaciones muy concretas de algunas capitales, y no solamente Madrid o Barcelona, sino que existen puntos de luz programática diseminados por toda la península, ya que un servidor se alimenta bastante de lo que sucede en los escenarios portugueses.

Dicho lo cual, vuelvo a la duda metodológica, ¿sería posible plantearse unas acciones de políticas teatrales que tuvieran en cuenta estas desigualdades realmente existentes? Sin entrar en mayores consideraciones, me parece que en este estado de las autonomías que parece cuestionan algunas fuerzas políticas, con constitución y leyes autonómicas que fragmentan la toma de decisiones, será difícil, pero quizás sea algo que se puede plantear de manera no ideologizada, porque lo que ahora sucede es que el oligopolio de la producción no quiere que nada se mueva.

Un ejemplo, he visto un anuncio electoral que el PP propone un nuevo Plan Platea. Esto es vicio. Esto es un dicterio sin criterio y de mal gusto.

Sigo rumiando, recuerdo a todos que, en los Teatros del Canal de Madrid, en estos últimos meses, se puede contemplar una programación progresista, variada, de hoy, con propuestas que abren preguntas. En cambio, en Las Naves del Matadero, la decadencia, el costumbrismo con ínfulas de modernidad retro, el ayer estético, la nada subvencionada van cavando una brecha que parece insalvable. Pero hay que ver las propuestas y según el criterio de cada cual evacuar opiniones.

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