Críticas de espectáculos

El hombre sin atributos/Robert Musil/Guy Cassiers

Una pasión inútil

 

 

Título: De man zonder eigenschappen (El hombre sin atributos) – Autor: Robert Musil – Adaptación: Filip Vanluchene, Guy Cassiers, Erwin Jans – Dramaturgia: Erwin Jans – Reparto: Dirk Buyse, Katelijne Damen, Gilda De Bal, Vic De Wachter, Tom Dewispelaere, Johan Van Assche, Liesa Van der Aa, Win van der Grijn, Marc Van Eeghem, Dries Vanhegen – Escenografía: Guy Cassiers, Enrico Bagnoli – Iluminación: Enrico Bagnoli – Diseño de sonido: Diederik De Cock – Montaje de imágenes: Frederik Jassogne – Arreglos musicales y piano en directo: Johan Bossers – Vestuario: BELGAT (Valentine Kempynck con Johanna Trudzinski) – Dirección: Guy Cassiers – Producción: Toneelhuis – Lugar: Teatro Valle-Inclán.

La búsqueda de nuevas formas teatrales alejadas del drama está llevando a muchos directores europeos a poner en escena versiones extractadas de afamadas novelas, como si los textos dramáticos hoy existentes no llegaran a colmar del todo sus deseos y constriñeran los arrebatos de su imaginación en demasía. Por el contrario, cada gran narración tiene su mundo propio plagado de conflictos, atmósferas y caracteres que incitan al director a intentar plasmarlos en escena y crear de ese modo un destilado, una especie de síntesis, que nos dé su versión del argumento y de las intenciones del autor. Ardua tarea es ya para la inmediatez de un escenario intentar referirnos el asunto con pelos y señales, sin perder ni un acontecimiento ni un matiz como, seguramente, lo pueda hacer el cine al montar a la vez varias escenas. Así funciona la mente del lector al ir “dramatizando” a su manera lo que pasa en el libro hasta que, en el momento de cerrarlo, una particular sinopsis de la acción queda registrada en su imaginario. Y aún más penoso le habrá de resultar al director transmitir los significados y conceptos que figuran en esa narración en cuanto quien la lee va entresacando aquéllos que mejor se adecuan a su particular idiosincrasia, los que más estimulan su entendimiento o le mueven el corazón. En esas escaramuzas tan personales se resume el placer de la lectura. Valor hay que tener – si no osadía – para contrastar una versión, la del montaje del director de escena, con los cientos de ellas que bullen en las mentes de los espectadores que han leído la obra. O para implantar la suya propia en los yermos cerebros de quienes no lo han hecho y ya nunca lo harán, aliviados al fin de la pesada carga que conllevan innumerables horas de lectura por unas pocas, por muy larga que sea, de representación.

En este sentido, la propuesta del director flamenco Guy Cassiers es tan atractiva como apetecible. Atractiva por su alto rendimiento: más de mil quinientas páginas en la edición de la Biblioteca Formentor de Seix-Barral en tres horas y media de función (unos ocho segundos por página, un récord de lectura difícil de igualar si no es ojeando el B.O.E.). Y muy apetecible por la innegable categoría de Cassiers y sus gentes del Toneelhuis de Amberes que el año pasado nos dejaron, en este mismo ciclo de Una Mirada al Mundo del CDN, un soberbio montaje de Rojo reposado, otra dramatización de una novela, esta vez de Jeroen Brouwers, protagonizada por un actor excepcional, Dirk Roofhooft. De este director se destacaban, en la crítica entonces publicada en Artezblai, una doble pasión: por un lado, por la adaptación de obras literarias a la escena y, por otro, por usar las tecnologías más avanzadas (vídeo, láser, espacios sonoros y lumínicos) en la aplicación de las artes escénicas a sus montajes. Queden como referentes de su primera inclinación las puestas en escena de À la recherche du temps perdu de Marcel Proust, que llevó a cabo en cuatro partes con el ro theater de Rotterdam (2002-2004), o su Tríptico del poder, una dramaturgia sobre los átridas iniciada ya en el Toneelhuis en 2006 y cuya última entrega, Atropa, avenging peace, tuve la oportunidad de ver en el Festival de Aviñón de 2008. Y de la segunda, el despliegue de micrófonos, sintetizadores de voz, microcámaras de vídeo, proyecciones láser y pantallas móviles de lamas utilizado en la representación de Rojo reposado de la que antes se hablaba.

De la mano de Cassiers y sus actores penetramos pues en ese universo post-freudiano que constituye la inacabada novela de Musil. Es, por decirlo así, el “adiós a la vida” en toda regla de un aún renqueante XIX: en la Viena de 1913, capital del Imperio Austro-Húngaro (Kakania en el relato) y sólo a un año de que la guerra mundial lo barra todo, una comisión de notables prepara una “acción colateral” que habrá de conseguir que la celebración del septuagésimo aniversario de la subida del Emperador Francisco José al trono, que se conmemorará dentro de cinco años, sea tan deslumbrante que termine por eclipsar la del insignificante trigésimo que festejará entonces el Káiser, Guillermo II de Alemania. Ni ese “hombre sin cualidades” que es el protagonista, Ulrich, ni Bonadea, su amante, ni sus amigos Walter y Clarisse, ni tan siquiera los propios miembros de la comisión, el conservador conde Leinsdorf que la preside, la delicada y sensible Diotima que la acoge en su casa, el industrial y escritor alemán conde Paul Arnheim o el general Stumm von Bordwehr del Imperial y Real Ejército que intentan sacar el mayor provecho personal del encargo, conseguirán llegar a ninguna conclusión concreta, pero le darán pie al narrador para dibujar un fiel retrato de aquella Viena aún finisecular en donde las artes y las ciencias de nuestra civilización occidental dieron las últimas boqueadas antes de su espeluznante final.

Envueltos en un aura casi mágica creada por la luz y el piano de Johan Bossers, reproducidos cien veces sus semblantes por efecto de las cámaras de vídeo, enfundados en un vestuario “modern style” y enmarcados sus gestos por una escenografía minimalista en la que no faltan, claro está, las consabidas pantallas giratorias (y alguna proyección tan intrigante como La última cena de Rafaelle di Sanzio), los consistentes actores del Toneelhuis componen, a partir de la adaptación de Filip Vanluchene, Guy Cassiers y Erwin Jans y la dramaturgia de este último, un paradigma del mejor “teatro de calidad” que pueda verse hoy en Europa. Poco más pueden hacer en cuanto su labor está limitada a salir a escena y desgranar sin solución de continuidad una antología de textos escogidos de la novela. Elegir acertadamente estos fragmentos y su ensamblaje sobre la escena para que se conviertan en un simulacro de lo que quiso decir Musil es la arriesgada apuesta a la que nos convidan Guy Cassiers y sus adaptadores al tomar el riesgo de que, de no dar con la combinación ideal, la puesta en escena se convierta en una mera ilustración de la escritura. Lo que sería el colmo, huir del teatro dramático para terminar hundiéndose en el texto, su seña de identidad más característica.

Desgraciadamente, el público del Valle-Inclán no tuvo la oportunidad el otro día de juzgar por sí mismo si los del Toneelhuis habían ganado o perdido la apuesta. Su único y fundamental objetivo era poder seguir el texto en las diversas pantallas en que se proyectaba a toda prisa. Y eso, cuando se podía seguir porque, al hacerlo sobre el telón de fondo, el de edad más provecta, entre el que me cuento, se quedaba totalmente in albis (tanta tecnología para eso). De modo que todo nos sobraba, ambiente, intérpretes y escenografía, absortos como estábamos totalmente por las puñeteras pantallas. Llegado el intermedio, la sala se quedó medio vacía. Una pasión inútil.

David Ladra

 

 

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