Críticas de espectáculos

El Jardín de los cerezos / Anton Chéjov / Ernesto Caballero

La servidumbre de Chéjov

El jardín de los cerezos es un triple canto del cisne. La última gran pieza de Chéjov antes de fallecer, a sus 44 años, de la tuberculosis que mortificó toda su vida adulta. Un texto prerrevolucionario y premonitorio, estrenado en 1904, en vísperas del Domingo Sangriento de San Petersburgo y el motín del acorazado Potemkin. Un revoltijo de la última literatura del siglo XIX y la primera del XX, del simbolismo de Maeterlinck, los hombres superfluos de Turguéniev y la acción indirecta del propio Chéjov. Tres cantos del cisne que se encuentran en un cerezal de provincias, donde imaginamos al Chéjov niño golpeado por su padre borracho en las anécdotas de Lopahin; al Chéjov universitario, cabeza de la intelligentsia local, en el petulante y desnortado Trofimov; la historia familiar y nacional en las alusiones del viejo Firs a la liberación de los siervos (1861), el decreto del zar que permitió a los mujiks comprar la tierra de sus señores, legalista inspiración de El jardín… Todo ello escrito para un oído escénico nuevo, que entendiera de tempos-ritmos, entonaciones y pausas, el revolucionario método interpretativo de Stanislavski, que unos años antes había salvado La gaviota de la vieja declamación y el aspaviento.

 

Ernesto Caballero ha querido ser fiel a este último Chéjov y, al mismo tiempo, actualizarlo. Fiel por atenerse a una palabra clave, “comedia”, que figura en el subtítulo de El jardín… y que nunca habría sido respetada del todo. Actual por traer el mundo de la Belle Époque chejoviana al momento presente, haciendo que los personajes empuñen teléfonos móviles, canten Queen en karaoke o escuchen teen pop ruso. Una manera, según Caballero, no sólo de adaptar Chéjov a los tiempos que corren, sino de librarlo del secular yugo de Stanislavski, que habría encerrado El jardín… en un invernadero trágico y solemne, impugnado por el propio Chéjov tras el estreno. Pero la actualización de Caballero decepciona. Y lo hace, al menos, por tres razones que no tienen nada que ver ni con renegar de la vis cómica de Chéjov, ni con añorar apolillados decorados de época, reproches que Caballero vaticina en el programa de mano, poniendo una sorprendente venda antes de la herida.

El primer problema es la comedia, sí, pero no por ser comedia, sino por venir sin adjetivos: uno entiende en los diálogos de El jardín… un matiz tragicómico, el funambulismo propio de la comedia dramática. Chéjov escribió personajes autoirónicos y macabros, no de carcajada. Personajes como Yepihodov, que llevan una pistola encima por si un día la vida se vuelve demasiado insoportable. Y cuando se marcha nos quedamos con la duda. Personajes excéntricos como Sharlotta, que hacen juegos de manos mientras narran una terrible infancia de abandono. Personajes como Lyubov Andreyevna, que se confiesan por debajo del amor, que son incapaces de interrumpir a la orquesta de su particular Titanic que, por supuesto, no pueden pagar. Hombres y mujeres superfluos que ríen por no llorar, lúcidos y autodestructivos, inevitables para sí mismos. Cómicos, sí, pero también crepusculares, y a veces fúnebres.

El segundo problema es que Caballero hace una actualización a medias, sumiendo El jardín… en una confusa temporalidad, una Rusia que se hace selfies mientras recibe telegramas, que canta en un karaoke mientras llega a sus dominios en locomotora de vapor. No es que falten decorados de época, samovares y sombrillas. Es que no se entiende el fin de la servidumbre y la segunda revolución industrial junto a una comunicación inalámbrica de clases medias y revolución digital. Un cúmulo de anacronismos que parece confundir actualidad y vigencia. Porque Chéjov no nos queda más cerca por vestir el relumbrón de nuestras pequeñas y grandes pantallas. Más bien se aleja de nosotros, perdido en un limbo que no es ni hoy ni ayer, y que ni siquiera ostenta el dudoso encanto del pastiche.

El tercer problema, y en verdad el más grave, es la dirección escénica y de actores. Uno escucha con estupor el recitado átono y acelerado de la mayoría del elenco, que no entiende de pausas dramáticas, inflexiones de voz o cambios de registro, que hace incomprensibles los atribulados parlamentos de los personajes, despachándolos de trámite y con prisa. Es cierto que Carmen Machi rompe a veces la tónica, pero sólo para interpretarse a sí misma: el personaje campechano y entrañable que le ha ganado el favor del público en la pantalla, y que permite simpatizar con su Lyubov Andreyevna, pero difícilmente creerla, porque esta angulosa aristócrata requería algo más que un amable desenfado y alegría de vivir. También el Lopahin de Nelson Dante galvaniza por momentos la función, desaforándose tras comprar la finca de los señores, aunque el viejo mujik no fuera tan déspota ni vengativo como lo pinta Dante. Si pecaba de algo, más bien, era de lo contrario, de no tener sangre en las venas, de mostrar una decepcionante estolidez ante Varya, más que de liarse a hachazos con la tarima.

La escenografía de Paco Azorín tampoco ayuda a encauzar las interpretaciones. Todo sucede sobre una plataforma giratoria chapada de maderas nobles, desamueblada y sin ambientes, con una enorme casa de muñecas rodeada por un ferrocarril de juguete que nos da un gran plano general de la finca de los cerezos. Una cartografía más que una dramaturgia. Y no es que uno añore los decorados practicables e historicistas de siempre. Uno añora los fueras de campo, los mutis y entradas que permiten crear atmósferas, mostrar y ocultar tramos del argumento. Azorín enmarca, además, la escena con tres grandes pantallas que abundan en lo mismo, pulverizando símbolos y acciones indirectas, mostrándonos la bandada de pájaros de mal agüero que el viejo Firs asocia a la liberación de los siervos, haciendo fluir ante nuestros ojos las aguas donde se ahogó el hijo de Lyubov Andreyevna. No es que la historia se entendería igual sin estas explícitas imágenes. Es que se entendería mejor, o simplemente se entendería con toda la opacidad que la escribió Chéjov, que por algo se dejó en el tintero de las acotaciones cualquier aclaración escenográfica.

Caballero ha querido liberar a Chéjov de su época, de Stanislavski y de la larga sombra de este último sobre la recepción de El jardín… Un decreto de liberación de la servidumbre chejoviana que habría de hacer justicia, supuestamente, por medio de la carcajada y la rabiosa actualidad. No hay duda de que Chéjov exige y merece relecturas, que vive instalado en un canon revisable que aceptaría sugerencias de buen grado. Pero no hacía falta embarcarse en un viaje pendular, abrazar la frivolidad para huir de la solemnidad, hacer una enmienda a la totalidad de Stanislavski (método y dirección) para subrayar un subtítulo sin adjetivos, ignorando la acción indirecta definida por el propio Chéjov, haciendo El jardín… antichejoviano. Sustituyendo, en suma, una servidumbre por otra.

Gabriel Sevilla

lacritica.xyz

 

Obra: El jardín de los cerezos – Texto Anton Chéjov –  Versión y dirección Ernesto Caballero – Ayudanta de dirección: Nanda Abella – Música y espacio sonoro.: Luis Miguel Cobo – Escenografía: Paco Azorín – Vestuario: Juan Sebastián Domínguez – Producción:  Centro Dramático Nacional – Teatre Nacional de Catalunya – 10/04/19

Reparto

CHEMA ADEVA – Píschik 

NELSON DANTE – Lopahin 

PACO DÉNIZ – Yepihodov

ISABEL DIMAS – Firs

KARINA GARANTIVÁ – Dunyasha

MIRANDA GAS – Varya

CARMEN GUTIÉRREZ – Sharlotta

CARMEN MACHI – Lyubov Andreyevna

ISABEL MADOLELL – Anya

FER MURATORI – Jefe de estación

TAMAR NOVAS – Trofimov

DIDIER OTAOLA – Yasha

SECUN DE LA ROSA – Gayev

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