Mirada de Zebra

El micrómetro y el hacha

Uno lee el libro y no sabe si se encuentra ante una especie de Biblia sobre los dioses malintencionados, ante un tratado sobre la ciencia de la desgracia o simplemente ante un homenaje jocoso al mal fario. Inclasificable dentro de ningún género literario, «La ley de Murphy» es, en todo caso, una buena opción para lamerse las heridas riéndose de uno mismo. Allí encontramos infinidad de casos en los que el azar no es algo inocente y aleatorio, sino la consecución de una serie de sucesos perfectamente urdidos, quién sabe por qué deidad retorcida, para causar el mayor perjuicio posible. Leerlos puede ser un bálsamo eficaz para las horas bajas, una manera de mitigar la desgracia propia acompañándola con desgracias ajenas. Consuelo de tontos dirán algunos. Pero consuelo al fin y al cabo.

Entre aforismos más o menos ocurrentes sobre la mala suerte que sirven para dar vuelo a conversaciones de barra de bar, en el libro hay alguna que otra frase que invita a reflexiones de mayor hondura. Hoy traigo a colación una de ellas: «Medir con micrómetro. Marcar con tiza. Cortar con hacha». Esta regla sobre la precisión sintetiza una secuencia absurda: Si hemos de cortar un listón de forma precisa, de nada sirve medir con micrómetro la longitud que deseamos obtener, si después vamos a marcar con una tiza para acabar cortando con una hacha. Sobre el papel esto parece una patochada que nadie se cree capaz de perpetrar; sin embargo, a pie de calle es mucho más habitual de lo deseable. Sin explorar en exceso, encontramos puentes de último diseño hechos con baldosas resbaladizas donde los transeúntes deleitan sus ojos al mismo tiempo que arriesgan sus piños, edificios millonarios vacíos para que el aire y sólo el aire los habite con todo lujo de detalles, o nuevos aeropuertos con pistas despampanantes donde, de momento, sólo aterrizan insectos. En todos estos casos estaba todo pensado, no crean, hasta el mínimo detalle, salvo cuál sería la utilidad real de tanto desembolso. Pequeño desliz, oigan.

Pero más allá de ejemplos que pueden derivar en chistes basados en la vida real, en las Artes Escénicas, la tríada del micrómetro, la tiza y el hacha, me lleva hacia una reflexión de un tono diferente. Cambio el chip y allá voy.

Por un lado, todo arte, en tanto que artesanía necesita de un micrómetro metafórico, es decir, de una predisposición inequívoca a la hora de cuidar todos los detalles. Es una pasión por lo exquisito que se alimenta por sí misma, una suerte de señal definitoria de todo artesano que buscará lo máximo en lo mínimo, asumiendo que muy pocas veces dispondrá del tiempo y de la remuneración correspondiente que justifique una entrega tan desmedida. En la escena los detalles aparecen en cualquier esquina: seleccionar una palabra en detrimento de otra que en apariencia es sinónima, explorar toda la gama de filtros para dar con el tono rojizo exacto de la escena, porque hay muchos blancos para una misma tela y también infinidad de maneras de andar sobre el escenario, y porque sólo una opción de todas las posibles es la más adecuada… La pasión por el oficio se mide en una balanza necesariamente desequilibrada entre la dedicación y el rendimiento. Medir con micrómetro cuesta toneladas de esfuerzo.

Alrededor de este feudo del detalle que es toda creación, no es la ley del micrómetro la que impera, sino la de la tiza o, con mayor frecuencia, la del hacha. Una creación que ha sido pulida meticulosamente cuando sale del taller donde ha sido concebida y se expone públicamente, entra en un mundo que se mueve a machetazo limpio. Siendo los espacios para el debate y la reflexión exiguos, se funciona a golpe de una dicotomía que pocas veces logra salir del sí y el no, del vale y no vale, del me ha gustado y no me gustado. La concesión de una subvención, la opinión de un crítico o de un espectador, el hecho de entrar en una programación… Todas ellas son formas en las que una creación puede ser cortada con hacha. A veces el corte será favorable y otras puede que el corte toque alguna víscera importante. Es un riesgo que siempre se corre cuando se accede a eso que vagamente se llama «opinión pública», y que es necesario asumir y asimilar si se quiere seguir jugando a crear y a mostrar abiertamente lo creado.

El verdadero peligro no es pues que unas manos ajenas le corten a uno con hacha, sino que, por despecho, cansancio o contaminación insidiosa, en el proceso íntimo de creación uno sustituya el micrómetro por el hacha, y empiece a confundir el detalle con la vaguedad, el proceso con el resultado, y lo concreto con la generalidad. Creo que ese hacha, que sorpresivamente uno blande dentro de su propio entorno, es la única capaz de cortar todo hasta destruirlo.

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