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El poeta y la poesía en escena. Daniel Faria

El poeta y la poesía en escena convierten las tablas del escenario en una especie de altar, a veces para oficios de tinieblas, a veces para oficios de maitines y de la luz naciente.

El caso que voy a relatar es un espectáculo teatral que invoca la figura evanescente del poeta y monje portugués Daniel Faria, también de su poesía deslumbrante.

Esta invocación oficiada por el sumo sacerdote Pablo Fidalgo, dramaturgo poeta vigués, tocado con un manto multicolor de larguísima cola, heredado de aquel enorme manto hecho con pedazos de telas diversas, que había utilizado el propio Daniel Faria en una representación teatral dentro del monasterio, convierte el escenario blanco en un cruce entre el altar de invocaciones y el tapete del mago.

¿Pero quién era Daniel Faria? Seguramente nadie lo sabe, o quizás solo sus amigos más íntimos.

Daniel Faria (Baltar, 1971 – Roriz, 1999) fue novicio en el monasterio benedictino de Singeverga y murió, según cuentan, por causa de un accidente extraño: un golpe de viento sacudió la contra de la ventana de su celda, golpeando su cabeza y derrumbándole en el suelo.

El novicio murió sin llegar a cumplir los treinta años, dejando una obra poética tan breve como intensa, de un impacto poético tan profundo como el de la obra (pos)dramática de Sarah Kane (1971-1999), que también nació el mismo año que Daniel Faria y también murió en el mismo 1999. Ese año que marca el final del milenio y del siglo XX, ese año rematado por el número del demonio (666) invertido. Solo azares.

A mí me une a Daniel Faria la palabra «espantoso», la ciudad de O Porto, y Dina, la erudita librera de la Livraria Poetria de esa ciudad.

Yo había escuchado hablar sobre la poesía de Daniel Faria de una manera que suscitó mi curiosidad. En uno de mis numerosos viajes a O Porto acudí, como hago siempre que puedo, a la Livraria Poetria, que está en las Galerías Lumière, frente al Teatro Carlos Alberto. Una librería pequeña que revienta de libros exclusivamente de teatro y poesía. La mezcla perfecta, la unión exacta, según mi parecer. Cuando pregunté a Dina por la poesía de Daniel Faria ella abrió mucho los ojos, me miró con una intensidad hermosamente luciferina y exclamó: «Oh! ESPANTOSO!». Entonces, yo quedé perplejo y se hizo un silencio entre los dos. Ella volvió a insistir: «Absolutamente espantoso!» y yo, sin salir de mi desconcierto, solo acerté a balbucear: «Pero…», a lo que ella, rápidamente, añadió: «Maravilhoso! Extraordinário!». Ahí comprendí y aprendí el sentido de la palabra «espantoso» en portugués y la distancia respecto al uso de la misma en el gallego españolizado y en el castellano.

Dina había estudiado letras en la Universidade do Porto con la misma profesora con la que estudió Daniel Faria, y esa profesora era amiga de ambos. Ella me contó que Faria era un ser excepcional, un chico de una belleza interior y exterior rutilante, de una sensibilidad finísima. Su cara cambió cuando me habló de las extrañas circunstancias de la muerte del joven poeta, como si ahí hubiese algo irresoluto o inexplicable.

Encontrar al monje de veintiocho años tirado en el suelo de su celda, con la cabeza golpeada y la ventana abierta, es una escena ciertamente inquietante y terrible.

Morir con veintiocho años es algo terrible.

Salí de la Livraria Poetria con la obra completa de Daniel Faria, la leí con avidez y honda impresión. Desde entonces, su poesía me acompaña, junto a la de otras/os poetas. Porque la poesía no me parece a mí que sea simplemente algo que se lee, sino que se trata de algo substancial que se incorpora y te acompaña.

Los primeros libros publicados del jovencísimo Faria, Explicação das Árvores e de Outros Animais, Homens que são como Lugares mal Situados y Dos Líquidos, fueron acogidos con respeto y admiración y «suscitaron deslumbramiento, en su condición de voz tan blanca y rasa, sencilla, límpida, pura, poderosísima.», tal cual anota su profesora Vera Vouga, en el prólogo a la edición de la obra completa.

Volviendo por donde vine: el espectáculo titulado DANIEL FARIA de Pablo Fidalgo, en una producción de Sofia Matos / Materiais Diversos, coproducido por el Teatro Nacional Dona Maria II de Lisboa, el Teatro Municipal do Porto y el Centro Dramático Galego (CDG).

El dramaturgo Fidalgo lo enuncia así:

«Casi nadie nombra la fe en el arte o la escena contemporánea. Esta es una pieza sobre la trascendencia, sobre un hombre que elige una forma de vida extrema y dialoga con dios.

Daniel Faria fue un poeta y monje portugués. Coleccionaba piedras, amaba la luz de las iglesias, el teatro, la literatura, la música, el cine; amaba a sus amigos con una entrega casi obsesiva. En su poesía dios es una experiencia del cuerpo. Falleció a los 28 años por una caída en su celda del monasterio benedictino de Singeverga.

El tema central de la vida de Daniel Faria fue el compartir. Compartir la palabra, la amistad, la poesía y la fe. Pero también compartir el teatro, donde encontró un lenguaje único. Daniel escogió una vida apagada, pero su obra entera es una respuesta a la palabra de Dios, afirmaba un compañero del monasterio de Singeverga. No imaginas cómo brillaba cuando actuaba, cuando salía a escena se transformaba, decía otro. En él existía la necesidad de representación. Y precisamente a partir de la representación se entiende la fe. Si la fe está en algún lugar, está en el rito y no en la doctrina. La fe es una forma de hacer y actuar, una presencia, una actitud. Así, aparece en este espectáculo, donde los cuerpos se vuelven archivo y memoria de esos gestos de fe, de esas distintas formas de bailar, de esas distintas formas de preguntar: ¿aceptarás ser tocado, estás disponible? Daniel Faria, la vida apagada se ha encendido.»

Llegamos al Salón Teatro de Compostela, es domingo 29 de enero, suenan los tañidos de la Berenguela en la catedral de esta ciudad pétrea, llena de conventos, monasterios, capillas e iglesias.

Nos hacen esperar en la puerta del teatro de la Rúa Nova, que de nueva nada tiene, pues es de las más antiguas. Una acomodadora nos incomoda sutilmente al no permitirnos entrar a la sala por la entrada principal que da a las butacas de la platea. En vez de eso, nos conduce por las entrañas del teatro, por debajo del escenario, entre los camerinos. Vamos ascendiendo por un estrecho corredor de escaleras hasta entrar en el mismo escenario, cubierto de linóleo blanco. Hay unas gradas con asientos, pero se nos indica que no debemos sentarnos aún. Quedamos en pie. Entra el dramaturgo cubierto por un enorme manto que cae desde sus hombros y se arrastra, a medida que entra, tiñendo de colores el blanco espacio de la escena. Entra descalzo, se detiene, agita su cabeza y su voz, repetidamente, liberando sonidos vocálicos, de esos en los que el aire se exhala sin interponerle articulaciones consonánticas. Esos sonidos vocálicos que, como interjecciones, liberan y expresan el ánima. El ritual de invocación ha comenzado.

Todo nuestro introito físico de acceso al escenario ya implicó esa preparación para el rito.

El Salón Teatro del CDG, en Compostela, es un espacio austero, sin los oropeles ni las decoraciones pomposas de esos teatros bombonera que buscan dignificar el arte del teatro erigiéndose en una especie de fastuosas catedrales. No. El Salón Teatro tiene una austeridad que bien podría asociarse a la de la celda del novicio Faria, el lugar para soñar, para imaginar, para perderse en las lecturas…

Pablo Fidalgo, con su enorme capa multicolor, busca diferentes rincones y va sacando papelitos en los que trae poemas de Daniel Faria que nos lee sin decantarlos, dejándolos abiertos en el aire, sin añadirle interpretación, sencillamente diciéndonoslos con sentido.

La selección de poemas sitúa la poesía en el ámbito escénico como una presencia enigmática y absorbente. Genera una mística sin letras morales ni afán mesiánico. Y, a medida que la poesía genera atmósfera, Pablo Fidalgo se diluye, se convierte, sencillamente, en un médium.

El público, nosotras/os, le rodeamos en escena, le miramos con incredulidad como quien mira a un loco, pero la poesía de Faria también se adueña de nosotras/os y, poco a poco, la escucha se ensancha y la mirada se encoge. Los ojos como platos parece que miran al decidor de poesía, pero yo creo que, en realidad, ya no lo miran. Las miradas se han ido más allá de las paredes y los telones negros de la caja escénica, deslizándose por las ventanas de los versos de Faria.

Pablo Fidalgo me mira, se acerca, y me ofrece el papel en el que está escrito uno de los últimos poemas que nos lee, yo cojo el papel plegado y lo guardo. El papel dice:

«É por isso que adormeço numa luz em movimento / e escolho um espaço para ver o espaço de frente / A sua cor de silêncio noturno e desenho / uma maneira quieta de estar nele tranquilo. // Há nesse espaço uma fonte, um animal que desperta / uma criança que navega com as próprias mãos. / Bebo com as mãos juntas. // Há uma voz que bebo. Há um espaço entre as mãos / mas não perco / a sede. A água multiplica-se porque a tiro do coração / que escuta. // Há um espaço no corpo que pode ser um lugar. / À sombra posso olhá-lo até o ver / Posso tocar as chagas no corpo // e posso beber dele morrendo / nele como quem entra de tanto / o desejar.»

Pablo Fidalgo se va, desaparece su manto multicolor. La acomodadora nos indica que podemos sentarnos en las butacas de la grada adosada al escenario.

Entra el actor Tiago Gandra con un traje gris claro, como si fuese un híbrido entre un hábito monacal y un disfraz de diablo, con capucha con cuernos y un rabo. Ejecuta unas danzas sencillas y comienza el relato biográfico de Daniel Faria. Un manto de retazos de testimonios, recogidos de personas allegadas al poeta, de compañeros del monasterio.

Con extrema delicadeza, Tiago Gandra, lo mismo sirve de portavoz a Daniel Faria, que de relator de otros testimonios en los que se nos describe al personaje ausente aquí invocado.

Con extrema delicadeza, Tiago Gandra, recompone una representación teatral que había realizado Daniel Faria en el monasterio en la noche de Navidad. Para ello va desenvolviendo, con sumo cuidado, unos paquetes de los que extrae elementos de atrezo elaborados por el propio Faria para aquellas representaciones en el monasterio. El programa de mano, diseñado como un teatrito de cartulina. Unos bastidores, en forma de marcos vacíos, en los que hay paisajes estilizados hechos con trozos de papeles de colores transparentes. Siluetas de personajes bíblicos hechas de cartón y sujetas con alambres. Una cuerda en la que se engarza un rosario de golondrinas… Tiago certifica que esos son elementos auténticos realizados por el poeta para aquellas veladas teatrales. Se non è vero, è ben trovato. El juego real de Tiago hace real los elementos con los que cuenta, y el ritual viene acumulando desde el inicio el aura necesaria para elevarlos hacia la trascendencia de la poesía.

El actor nos mira, su mirada es real y su juego también, por tanto, la convención otorga autenticidad a los materiales de la composición y el pan se vuelve carne y el vino se vuelve sangre. O sea, el milagro del teatro y de la poesía del teatro se ciernen sobre nosotras/os.

Acaba la actuación de Tiago Gandra con nuestra lectura de un cuaderno con tapas azul celeste que él mismo nos entrega.

Las espectadoras y los espectadores quedamos un poco perplejos, ya que el actor acaba de proponernos que cambiemos de rol: de espectadoras/es a lectoras/es.

Nos quedamos en nuestras butacas, en silencio, y leemos el cuaderno en el que Pablo Fidalgo escribe, en verso libre, una especie de diálogo con el poeta. Delante siguen colgadas las maquetas y los atrezos delicados del teatro de Faria.

La imaginación sigue abriéndose, igual que lo ha hecho a lo largo de este ritual.

Un espectáculo entre la performance poética y el documento teatralizado. Una invitación al extraño espacio de la palabra refulgente.

Afonso Becerra de Becerreá.

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