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El teatro documento y Milo Rau con Five Easy Pieces

El denominado “teatro documento” se caracteriza, desde sus inicios, por la irrupción de lo real en escena, al introducir documentos reales dentro del juego teatral.

No obstante, decir que el “teatro documento” o “teatro documental” se caracteriza por la irrupción de lo real en escena implica considerar que, por naturaleza, la escena, las actrices, los actores, la acción, no son algo real. Pero si no son algo real, entonces ¿qué son?, ¿algo virtual?

Ciertamente la idea que vincula el arte del teatro con el fingimiento que oculta la “realidad” para que emerja una ficción, es la idea más extendida. De hecho, parece instaurarse como la definición hegemónica del teatro.

Sin embargo, la parte más sensorial e intuitiva que se da en el encuentro teatral entre actrices, actores y espectadoras, espectadores, tiene que ver, directamente con la copresencia de las personas reales, de sus energías, de sus actitudes y de las condiciones concretas y materiales del espacio y del tiempo en el que se produce el espectáculo teatral. Esto, la parte más sensorial e intuitiva, va a influir más en las personas congregadas, aunque sea a un nivel sutil y casi inconsciente, que no la parte más relacionada con los constructos mentales de la ficción que se pueda impulsar desde el escenario.

En este sentido, el “teatro documento” o “teatro documental”, que utiliza, entre sus elementos compositivos, documentos históricos “reales”, contribuye a afirmar este potencial de lo concreto.

Ante una fotografía o una proyección audiovisual de un suceso acaecido en un momento determinado de la historia, ante una persona que sube al escenario para dar testimonio de un suceso acaecido en un momento determinado, ante algún objeto testimonial, etc., nuestra reacción, en base a la supuesta veracidad del testimonio, parece adquirir un tono más comprometido y menos ligado al mero entretenimiento.

Aunque, como es obvio, comprometerse en algo o con algo es lo que más puede entretener a cualquier persona. En otras palabras: todo compromiso entretiene, sin embargo no todo entretenimiento compromete.

No en vano, al “teatro documento” o “teatro documental” suele asociársele una función política y también pedagógica. Ahora bien, tanto la dimensión política como la pedagógica, desde mi punto de vista, forman parte de cualquier manifestación en la que intervengan personas, incluido el arte del teatro.

El arte del teatro siempre congrega a un colectivo de personas y en ese encuentro la acción, inevitablemente, se va a investir, a priori o a posteriori, de una manera implícita o explícita, de unas ideas, de una ideología respecto a la persona individual y al colectivo, respecto a las relaciones que se establecen y cómo estas determinan una mirada y una actitud. He ahí lo político.

Al mismo tiempo, de cualquier encuentro entre personas, como experiencia vital, se deriva un aprendizaje. He ahí lo pedagógico en sentido amplio.

Otra cosa es que el “teatro documento” o “teatro documental” opte por acentuar y hacer explícitas esas funciones, la política y la pedagógica.

En todo caso, el teatro no es ni un mitin político ni una clase académica, aunque pueda jugar con ambas situaciones hasta difuminar, en lo lúdico, sus fronteras.

Uno de los nombres más considerados del “teatro documento” y del “teatro político” actual es el suizo Milo Rau. Su compañía teatral no se llama compañía teatral sino International Institute of Political Murder (IIPM), lo cual ya nos puede dar una idea al respecto de su trabajo. Sus propuestas escénicas están basadas en testimonios y reconstrucciones de eventos reales que han resultado impactantes y que han supuesto un punto y aparte en la historia reciente de la sociedad.

Se trata, por tanto, de propuestas escénicas que no dejan indiferente a nadie y que suponen un choque frente a la indolencia o al olvido, pero también una revisión que nos hace ver más allá de la noticia catastrófica o del suceso luctuoso.

Aún recuerdo, sobrecogido, Hate Radio, que puede ver en el 67 Festival d’Avignon, en el año 2013, en el que revisaba el genocidio más brutal desde la Guerra Fría, el asesinato en Ruanda, África Central, entre los meses de mayo y junio de 1994, de entre 800.000 y 1.000.000 de personas de la minoría Tutsi y cientos de moderados Hutus. Además de los machetes y de las armas utilizadas para asesinar, Milo Rau centraba su propuesta en una de las armas más poderosas para generar odio e impulsar las actitudes asesinas e intolerantes: los medios de comunicación.

Hate Radio reconstruía, sobre el escenario, las instalaciones de la emisora de la Radio Televisión y volvía a emitir algunos fragmentos de sus programas, conducidos por tres extremistas Hutus y el italo-belga blanco Georges Ruggiu, además de contar con la presencia, en el escenario, de algunos supervivientes del genocidio.

Sobre las paredes del estudio de radio, en algunos momentos, se proyectaban documentos audiovisuales en los que personas, que habían participado en el genocidio y otras que lo habían sufrido, exponían sus historias y sus vivencias. Una confrontación que nos hacía testigos directos del arma letal en la cual puede convertirse el pensamiento y las actitudes racistas.

Sin embargo, cualquiera que lea esta sucinta descripción, que estoy haciendo de Hate Radio, podría pensar que, entonces, el “teatro documento” es algo duro de roer, un teatro que promueve la tribulación y el agobio o, como mínimo, algo muy serio y grave, sin humor. Pues no, nada de eso. Milo Rau, en su dramaturgia introduce el humor y también el contrapunto de la comicidad, realizando una especie de triple salto mortal, empleando asuntos y situaciones terribles.

¿Cómo lo hace? En primer lugar despojando esos sucesos terribles de cualquier subrayado o intencionalidad pomposa y grandilocuente, para reconstruirlos, a partir de los documentos verídicos, desde una nivelación humana. Se trata, en otras palabras, de reconstruir el suceso, a partir de los documentos, desnudándolo de interpretaciones y juicios que lo redimensionen.

Por otro lado, en cualquier suceso, por muy terrible que pueda ser, se producen momentos en los que aflora el humor e incluso la alegría. En Hate Radio, por ejemplo, los locutores del programa, entre la construcción de ese ideario racista, hacían chistes, intercalaban canciones pop y conseguían generar un ambiente de fiesta.

Otro aspecto relevante, que no está reñido con la reconstrucción de hechos concretos históricos, es la dimensión lúdica inherente al teatro, en una relación directa y abierta hacia la platea.

El 22 y el 23 de septiembre de 2017, el Teatro Municipal do Porto TMP (Portugal), en el Auditorio Campo Alegre, programó el último trabajo del IIPM de Milo Rau, titulado Five Easy Pieces.

Una vez más quedamos sobrecogidos. En esta ocasión ante el juego de un grupo de niñas y niños, orquestado por el maestro del teatro documento Milo Rau, en el que representan fragmentos documentales alrededor del caso estremecedor del pedófilo Marc Dutroux, violador y asesino de niñas y niños.

El juego de las niñas y niños, todos presentes encima del escenario, se articula a través de las cuestiones y las propuestas formuladas por un actor adulto, que está en el fondo, a la derecha, en un lateral del escenario, sentado en una mesa, con una lámpara y una cámara de vídeo que retransmite el primer plano de su rostro en una pantalla colgada en el centro del escenario. A esas cuestiones y propuestas, dirigidas personalmente a cada una de las niñas y de los niños, llamándoles por su nombre, ellos reaccionan con diferentes acciones escénicas:

A preguntas como qué piensan del teatro y cuál es su relación con este arte, cada participante ocupará una zona central del escenario, o próxima al centro, y hará sus declaraciones al respecto. Expresiones sinceras, directas, mirando hacia el público, sin perder la complicidad del resto del grupo que permanece al lado, en el escenario.

Exposiciones, en algunos casos, sorprendentes, en las que se mezcla ingenuidad y convicción, sencillez e ilusión.

Algunos, incluso, ejecutan alguna acción teatral para mostrarnos alguna habilidad o preferencia: el niño al que le gusta representar ancianos, porque le parece el reto más grande, por la distancia respecto a su propia edad, y entonces atraviesa el escenario caminando y hablando con dificultad. El niño al cual lo que más le gusta en escena es bailar y, mientras un compañero toca al teclado una pieza de Eric Satie, él realiza unos pasos de ballet. La niña que desea cantar su tema predilecto de Rihanna.

El actor adulto, sentado en el lateral derecho del escenario, iluminado por un flexo, habla hacia un micrófono y una cámara, dirigiéndose, de manera indirecta, desde la pantalla superior, a las niñas y niños que están en diferentes disposiciones, algunos sentados en un sofá central, otros sentados o tumbados en el suelo, etc.

Las niñas y niños tienen una orientación hacia la grada del público, encima de sus cabezas está la enorme pantalla cinematográfica en la que observamos un primer plano de la cara del actor adulto.

Las cuestiones y propuestas lanzadas por el actor adulto organizan los acontecimientos escénicos. Al mismo tiempo, sus intervenciones sirven para medir la duración de cada acontecimiento realizado.

Para mí, a nivel dramatúrgico, el tema de las duraciones de cada secuencia escénica era uno de los enigmas que más me interesaba observar cómo se resolvía al trabajar con niñas y niños que no son actrices y actores profesionales, ya que la duración de una secuencia de acción escénica es importantísima para el sentido de la misma y para el efecto deseado. El arbitraje del actor adulto, conduciendo, en un segundo término, los juegos escénicos, es una de las claves de funcionamiento.

Además, la presencia de este actor adulto genera un contraste que, en algunas de las secuencias, se aprovecha para marcar ciertas tensiones relacionadas con el asunto de la pedofilia.

Por ejemplo, la secuencia en la que preparan un set de rodaje para filmar a una niña que dará testimonio y voz a una de las víctimas del violador y asesino Marc Dutroux.

La niña se tumba en un colchón tirado en el suelo, y rodeada por los otros niños. El actor coge la cámara, un niño enfoca la luz, el actor le pregunta a la niña si está preparada, ella gesticula afirmativamente. El actor le dice que para esta secuencia es necesario que se quite la ropa. La niña no se muestra solícita a la petición, el actor le insiste y le ayuda a quitarse el jersey y los pantalones. Ahí surge una tensión incómoda que para nada es alimentada o subrayada desde la actuación en el escenario, pero que resulta inevitable por el tema alrededor del que giran las secuencias.

En la pantalla podemos ver un primer plano de la cara de la niña y de sus hombros desnudos mientras nos cuenta lo que le hacía Marc Dutroux, desde las palabras y la visión de una niña de unos diez años. La dicción verbal y la expresión facial son sencillas, sobrias, sin artificiosidades. Hay una gran concentración en la niña que actúa. El primer plano de la gran pantalla adquiere un tono semejante al de un documental en el que alguien confiesa algo, sin embargo, el poder del relato, el peso de su contenido, confiere un dramatismo a la imagen. La grada del público permanece en un silencio y una quietud absolutos.


Uno de los procedimientos, que se alterna en cada uno de los cinco capítulos de la pieza y que sirve para controlar las duraciones, es la filmación, en pequeños sets de rodaje móviles, que se pueden desplazar por el escenario.

En diferentes momentos se reconstruye fílmicamente una selección de escenas en las que las niñas y niños asumen el testimonio de algunas de las personas implicadas en el caso de pedofilia: el padre anciano del asesino, una víctima, familiares y amistades de las víctimas, un comisario de policía…

Estas escenas son filmadas por el actor adulto y nos permiten ver, simultáneamente, el juego del rodaje y los primeros planos en la pantalla que está dentro del escenario.

La presencia real de las niñas y niños es muy poderosa y genera una distancia respecto a las personas virtuales a las que dan voz o sobre las que ofrecen un testimonio diferido. Además de esta distancia entre la presencia de las niñas y niños, por una parte, y, por la otra, las personas virtuales referidas del caso Marc Dutroux, también hay que considerar el contraste que se genera.

Otro mecanismo utilizado en la dramaturgia es la reproducción de escenas, realizadas por actores adultos y proyectadas en la pantalla, en las que representan diferentes cuadros relacionados con el suceso de pedofilia. Estas escenas son imitadas, desdobladas, en el escenario, por las niñas y niños, que, además, le dan voz a las imágenes de los adultos que vemos en la pantalla superior.

Aquí aún se acentúa más ese contraste que, a nivel semántico y simbólico, adquiere una dimensión trascendental, pues se trata de la reconstrucción por actrices y actores adultos de situaciones relacionadas con los sucesos funestos, presentadas como en un documental filmado y, simultáneamente, la reconstrucción simétrica jugada en escena por el coro infantil.

Otra de las acciones que se incluye en la dramaturgia es la exposición de los puntos de vista y de las opiniones del grupo de niñas y niños alrededor del suceso de pedofilia protagonizado por Marc Dutroux, único personaje que no aparece representado en el juego, aunque su evocación pese sobre el escenario.

También la exposición de las opiniones del grupo sobre el propio juego del teatro, sobre su idea de la muerte.

No obstante, tal cual lo he descrito, una vez más, pudiera pensarse que Five Easy Pieces es un espectáculo grave, duro, áspero, difícil, angustioso y acongojante. Sin embargo, el juego teatral del equipo de niñas y niños, su actitud concentrada en el propio juego, sin añadir intencionalidades, nos ofrece una versión de los hechos aludidos que recibimos como algo justo y ecuánime. Un teatro documental no exento de humor y comicidad en algunas de las ocurrentes, sinceras y, a la vez, acertadas declaraciones que hacen las niñas y niños.

Incluso podemos quedar fascinados ante algunos recursos sofisticados del humor que la dramaturgia de Milo Rau despliega entre las acciones escénicas. Por ejemplo en la secuencia en la que una pareja, niña – niño, realizan una escena en un set de rodaje que reproduce la salita con el sofá de una casa familiar, y poniéndose en el papel de los padres, el niño nos cuenta como desapareció su hija.

El relato resulta estremecedor por la crudeza de lo que refiere. El niño lo dice serio, sin inmutarse, casi sin pestañear, con la niña que hace el papel de la madre al lado, callada y triste.

El público permanece en total silencio, se puede palpar la tensión emotiva en el graderío.

Cuando el niño acaba el relato, el actor adulto que lo está filmando le reprocha que lo haya interpretado sin conmoverse, sin haberse emocionado ni un ápice, como si no le importase nada lo que acaba de contar. Entonces el niño se disculpa y saca de su bolsillo una barrita con la que unta la zona inferior de los ojos y vuelve a repetir el final de su relato mientras pestañea y aprieta los ojos, hasta que estos se le humedecen y de ellos brotan las lágrimas.

El actor adulto hace, entonces, un primerísimo plano de los ojos del niño y de las lágrimas que se desprenden de ellos.

El público se ríe mientras escucha el final del relato, que es una de las partes más crueles de las expuestas, aderezado por las lágrimas del jovencísimo actor.

La repetición del final de este testimonio funciona como una sutil parodia que ironiza sobre los subrayados sensibleros y el morbo sentimental con el que adobamos algunos sucesos relevantes.

Five Easy Pieces recorre, en cinco estampas, cuyo título se inspira en las cinco piezas de piano para niños de Stravinsky, un friso en el que la pornografía emocional, con la que adoptamos, los adultos, enfocar los sucesos truculentos, resulta desposeída, por los niños, de esas connotaciones accesorias.

De esta manera, se produce, por un lado, una inversión por la cual las niñas y los niños nos dan una especie de lección de madurez e integridad a los adultos y, por otro lado, una catarsis en la que la sublimación del juego teatral de las niñas y los niños le devuelve, curiosamente, la sensatez y la humanidad a las cosas.

 

 

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