Zona de mutación

El truco Shakespeare

La apelación circular a los autores del pasado, conduce por simple contraste a la reflexión respecto a su secreta motivación, que habilita la sospecha sobre los recursos ciertos del presente y sobre la capacidad de su implementación técnica. Las autopistas culturales, de última, son recorridas hacia adelante o atrás según la voluntad del cliente, con el medio que más le pinta y con el combustible que se les canta. Pero dentro del mismo juego de libertad que se ejerce, surge un cierto recelo al salvoconducto habilitante que guía la dramaturgia íntima de estos (re)productores, que despiertan la aprensión sobre que no saben muy bien qué hacer con lo actual, y se resguardan con inequívoco conformismo, detrás del telón ilustre de los grandes autores. El ‘cómo lo hago’ a Shakespeare, pasa por reivindicarse ejercicio de singularidad, cuando en realidad puede que esté ocultando alguna imposibilidad de fondo. Si no es la versión, es el homenaje el medio por el que se releva de la responsabilidad de responder las preguntas que el presente le hace al arte teatral. Apelar a esa sección de ‘lo que no se discute’ es precisamente no discutir lo que precisamente funciona y vale haciéndolo. Aparejarse a Shakespeare es todo un recurso. Qué culpa tendrá el gran Willy de ello, pero así va el tren cuando cuenta con el reaseguro que se subjetiva infalible. Se da por descontada la existencia del teatro, sin revisiones, cuando otros están respondiendo por su muerte, y tales opciones (ya por obituario o natalicio) que tienen de objeto a los grandes dramaturgos, no deja de parecerse a la megalomanía de quien cree ser la reencarnación necesaria del César o Napoleón. El apego proyectivo a los grandes nombres, mueve una energía digna de mejor causa. La sustracción del cuerpo a las balas contemporáneas, se alimentan de la fantasía de versionar al precursor, que puede presentificar aquello que anda pareciendo más bien ausente o incorpóreo.

Vérsela con la ausencia, da pie a la sobreactuación cárnea, concretista. Echarle un balde de pintura al hombre invisible puede ser artero, traicionero, rústico y vulgar, con respecto a una condición física que quizá demande ‘levedad’ según aleccionaba Italo Calvino, o ingravidez según Claude Régy poniendo en escena a Arno Lygre en París.

Es una cuestión de correspondencia. Es difícil auscultar la ausencia con un estetoscopio. Va de suyo que sus latidos van paralelos a dicha condición física.

Un dilema ontológico que se pretende afrontar y curar con un destornillador y una pinza, cuando lo que se requiere es facultad poética. Y si lo que según la física cuántica, de un corpúsculo microfísico se presume su existencia por ‘sospecha de presencia’, mal puede entrarse al laboratorio con dogal o grilletes para atrapar aquella ausencia, o pretender ir con las botas embarradas por el filo de dos realidades conjeturales.

Palpar la oscuridad, avanzando sin saber, suele tener el golpe de timón concreto de retorno a la seguridad (y comodidad) indiscutible de los padres de la iglesia teatral.

El artilugio presentificante de la mirada particular, la versión bah, que da por probada la conexión umbilical de aquellos viejos maestros con cualquier artilugio actual que se precie teatral. Pasa por ser más bien, el gesto de un ‘qualunquismo’ cultural, donde prima la indiferencia de base, el aburrimiento y la falta de audacia respecto al propio tiempo.

La nebulosa existenciaria lleva a que los que sobreactúan vida, terminan semejando esos zombies a la moda, donde puede descubrirse que los fantasmas serán identidades artificiosas, pero con una autoestima refulgente.

Se trata de ver si podremos con el ‘objeto del siglo’ (la ausencia), según lo llamara Wajcman.

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