Desde la faltriquera

Emociones del actor español

En una reflexión de Stanislavski, allá por 1905, sobre el estado del teatro decimonónico mostró su desagrado por el actor en continua vigilia por cuanto acontecía al otro lado de las candilejas: pendiente del público, apreciaba falta de concentración, tensión y superactuación para remover a los espectadores en sus sentimientos más primarios. Esta actitud de los cómicos provocaba la emotividad del público a la espera de que «le divirtieran como un gran señor, sin hacer el menor esfuerzo por participar en la labor creadora que, en teoría, se debería realizar frente a él».

Este teatro falso necesitaba una reforma para alcanzar la verdad escénica, en la que indagó durante toda su vida, como constata en Mi vida en el arte: el actor debía recrear en escena la vida interna del personaje, soslayando la reproducción de las actitudes externas. El trabajo de la memoria emocional constituía un punto de apoyo para «recuperar sentimientos que usted ya experimentó», escribía en Un actor se prepara, pero matizaba «usted no se dejará arrastrar por las pasiones, sino que actuará bajo la influencia de éstas y del carácter de personaje».

De este modo distinguía con nitidez entre el estado de ánimo que invade la capacidad sensible del individuo, impresionado por sensaciones, recuerdos o ideas, que activan el comportamiento y la acción, traduciéndose en expresiones emotivas incontrolables (la mala interpretación), del sí mágico mediante el cual el actor con apoyo en la memoria emotiva y la imaginación creadora, construye la interpretación de su personaje de modo que éste afronte las situaciones dramáticas con la misma psicología, emotividad y con idénticas acciones físicas, como las ejecutaría la persona del actor en su vida real (interpretar con verdad).

Construir el personaje desde la razón, el recuerdo y la actividad ese es el cometido del actor, porque interpretar –y ahora el que habla es Mamet- «no tiene nada que ver con la emoción ni con emocionarse, (…) porque las emociones deben tener lugar entre el público, pero no en el actor». La frontera se traza con precisión, aunque al actor español le cueste no interpretar bajo la emotividad, para sentirse satisfecho de su actuación, en la creencia que así llega más al público. Acaso, el magisterio de la pléyade de argentinos en España, lleve a muchos actores a vivir bajo el síndrome de la emoción y el contagio emocional del actor por el personaje.

Es probable que el público empatice más (que no lo creo), pero lo que sí es cierto es que la contaminación emocional del actor impide que éste salga del estado emocional de su personaje para afrontar una nueva situación, donde los sentidos deberían quedar impresionados por nuevas sensaciones. Con otras palabras no se separan el yo del actor del yo del personaje; es más con frecuencia el segundo yo, el del personaje, encierra y atrapa al actor como persona. Los resultados lastran la escena española ¿Ejemplos? las dificultades para lograr rupturas escénicas, que conduzcan a los espectadores hacia la reflexión, sin quedar contagiados por el clima emocional y alienante, que sale del escenario. Cuantas veces se tiene la sensación de que una representación se escribe sin puntos y apartes; es decir, con un tempo-ritmo emotivamente monocorde y un crescendo emocional.

Más, el actor emocionado difícilmente comunica en esas obras dramáticas contemporáneas, de estructura fragmentaria, donde la palabra o situaciones inacabadas o nacidas de la nada cobran importancia, porque no necesitan contar una historia. Esa que el público espera y que los actores echan en falta para calentar motores. Éste es uno de los motivos de lo refractario del público español a la recepción de los Pinter, von Mayenburg, Loher, Fosse y un largo listado de dramaturgos que hoy son referencia en Europa.

Pero la emoción del actor, el dejarse invadir por el estado de ánimo de su personaje, también dificulta la recepción adecuada de una pieza tradicional (Muller, Williams, Chejov y el largo etcétera) o una del repertorio clásico, porque el actor contaminado no puede mantener la labor de escucha ya que barbota en sus emociones y se cierra a recibir cuanto el otro replica. Y sin escucha puede haber emotividad, como el éxtasis emocional ante un bello poema, pero la verdad no traspasa del escenario a la sala.

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