Y no es coña

En paralelo

Nadie hace las cosas mal de manera consciente, a propósito. No sería aceptable ni explicable que se escribiera una artículo de opinión con faltas de ortografía, sintaxis y sin nada que decir. Por lo tanto no hay ningún director de teatro que falle en su trabajo a sabiendas, ni se puede pensar que algún programador contrata obras o diseña sus acciones con el secreto deseo de que no vaya el público. Por lo tanto, solamente es posible cometer un error, haciendo algo. Y forma parte de toda acción la posibilidad de equivocación, de fallo, de error.

Pero si se comete un error y no se rectifica. Si se insiste en el mismo error, entonces entramos en otro apartado. Puede ser ofuscación o puede ser negligencia, o simple ignorancia. Una falta de análisis y autocrítica puede llevar a la reiteración de los errores y a producir un estado de la cuestión ingobernable. También puede suceder que lo que para uno es un error, para otro sea un simple desvío, la consecuencia de una situación ajena a lo ejercido.

Supongamos que hablamos de la programación de un teatro, de un festival. Si acude el público, llena las salas y la crítica lanza elogios desmesurados, ¿quién se pone las medallas? Normalmente el responsable de la programación se siente realizado, nota que ha acertado, que su trabajo ha sido fructífero y que ha conectado con lo que llaman «su público». Pero si es al contrario, entonces se buscan excusas en el tiempo, la crisis, el mercado, las compañías, la televisión o el empedrado.

Cuando confluyen estrenos de compañías locales, a las que se les programa con reticencia, condescendencia y poca convicción, y el resultado no es el esperado por todos, entonces se entra en una parcela de descalificaciones que no ayuda a casi nada. Se acostumbra a tirar de estadística, y se acusa a las compañías locales de bajar la media, de no tener el nivel adecuado. Pero a veces sucede que espectáculos de primerísima calidad, buenos, contrastados en giras internacionales, por razones que se pueden analizar con detenimiento, se presentan en una ciudad importante y no logran más allá de una treintena de espectadores, cuando al día siguiente a cincuenta kilómetros llenan un teatro dos días con la misma obra. ¿Cómo aceptamos esa circunstancia? En estos casos se suele colocar un manto para anular responsabilidades acusando al desinterés demostrado por la prensa, el público o los propios profesionales.

Y es que la vida en paralelo, en las artes escénicas, no acostumbra a bifurcarse, y si durante meses o años, de manera insistente, se atiende a un tipo de públicos, se ofrece un tipo de teatro, muy convencional, con cabeceras de cartel, muy mediocres en sus ambiciones artísticas, cuando sin apenas cambio en su dispositivo de comunicación y publicidad se pone teatro del de verdad, del bueno, pero desconocido por el gran público, entonces se produce el encontronazo, la sensación de vacío, la distancia.

Ha sucedido en el entorno en donde vivimos con Pipo del Bono hace unos meses, o con el maravilloso espectáculo mexicano Amarillo hace unos días. Se trata de creadores y espectáculos, buenos, buenísimos, pero desconocidos para los públicos que acuden normalmente a las programaciones habituales. Por lo tanto, se debe hacer una reflexión profunda, separar el grano de la paja, programar por ciclos, remarcar muy claramente en todos los procesos de comunicación los diferentes niveles de interés, apostar por el Teatro, el de creación en los teatros de titularidad pública y crear públicos aficionados a base de calidad, no de fogonazos televisivos.

Un primer paso sería utilizar siempre el plural ‘públicos’, así nos acostumbraremos a tomar decisiones pensando en toda la sociedad y no solamente para la que compone las clases medias dominantes, los círculos cercanos al programador. Hay muchos públicos, muchas realidades, y una de las labores del gestor eficaz es atender a todos, pero sobre todo, con el dinero público hacer crecer la calidad media, adelantarse, buscar esos nuevos públicos con propuestas de nuevos lenguajes.

Y ahí nos iremos equivocando, pero estaremos apostando por el futuro. En estas circunstancias, si no se varía un poco el objetivo y se buscan alianzas creativas, imaginativas, lo que el mercado nos va a proponer es el museo de los aristas muertos, lo de siempre, y eso es muy peligroso. Cuando menos, y como primera providencia, abrir en cada lugar de programación una vía para lo más novedoso, lo más actual, lo de calidad y riesgo artístico, lo no comercial y si se invierte en eso, seguro que crece el número de espectadores con inquietudes y más exigencia.

Yo considero un error pensar que programar es contratar en el mercado, mantener unos carteles en unos puntos de la ciudad, unos programas generales, unos anuncios rutinarios y esperar que acudan los espectadores como si fuesen un solo individuo. En estos tiempos hay que hacer otras estrategias, seleccionar los públicos posibles, programar pensando en todas las variables y moverse mucho. No intentar cambiar esta situación es suicida.

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