Sangrado semanal

Eres hombre muerto

¿Se acuerdan de esos robots que aparecían en un anuncio de coches Citröen, en el que, ordenaditos en una línea de producción, pintaban un modelo Picasso con una delicadeza mecánica tan orgánica como la de aquellos saurios primitivos que apuntaban maneras de pájaro? ¿Lo recuerdan? Pues bien, yo he tenido el privilegio de ver uno de cerca. Son hipnóticos, se lo aseguro. Un bichejo de metal que cuenta con más articulaciones que un brazo nuestro. El que yo conocí, era menos poético que el publicitario, ya que no pintaba, sino que identificaba agujeros de soldadura. Pero daba lo mismo, llegada la hora de la verdad, el movimiento que ejecutaba el robot era igual de atrayente: Una lo veía trabajar y aquel títere automatizado parecía danzar de tal modo, que parecía que hubiese sido el mismísimo Decroux quien le hubiera dado cuerda.

Los operarios que manejan el bicho de metal son madres de amoroso regazo. El tablero de mandos desde el que se opera el robot está diseñado de tal forma que no queda más remedio que aposentarlo delicadamente entre el ángulo que conforma nuestro brazo derecho con el codo doblado. Sobre ese remanso de carne humana descansa el panel desde el que se envían las órdenes de mando que harán moverse al robot. Los operarios parecen mecer a un delicado chiquitín entre sus brazos, y, en verdad, es delicado: estamos hablando de la friolera de miles de euros por robot.

Hoy en día, en el que la seguridad impera con mano férrea, todo mando de robot que se precie tiene incorporado un mecanismo denominado «hombre muerto». Como lo oyen. Se trata de un mecanismo de seguridad que hay que mantener activado para que el resto de botones del cuadro de mando del robot funcionen, es decir, para que los correspondientes comandos sean enviados al pájaro de metal y éste se mueva. En el momento en que el mecanismo de «hombre muerto» deja de estar activo, el robot se para en seco. Lo interesante de todo esto es que eso sucede, tanto si sueltas el botón de «hombre muerto» como si lo aprietas más. ¿Por qué?

Porque existen estudios que se han dedicado a investigar cómo reaccionamos las personas ante una situación de pánico, miedo o tensión. Y resulta que a unos nos da por soltar y a otros por apretar. Así que los diseñadores del robot se han asegurado de que éste pare, tanto si al operario le da por apretar como por soltar ante una situación de peligro. ¿De qué tipo son ustedes? En caso de ver que el robot va a aplastar a una persona, ¿cómo creen que reaccionaría su mano en ese momento de pánico donde no hay tiempo para pensar? ¿Apretarían o soltarían? En otras palabras: ¿Tienden ustedes a liberar la tensión acumulada a carcajada limpia o son más de sujetarla y apretar mandíbula? En un principio, la primera opción puede parecer más halagüeña que la segunda, pero la risa nerviosa puede convertirse en una peligrosa trampa, a pesar de lo placentero que pueda parecer en un principio el cosquilleo inicial que abre las puertas a la risa batiente y si no, piensen en la típica escena de un funeral, donde todo es muy negro y muy serio y muy denso y donde el dolor pesa más que un robot de 100 kilos y, es entonces, cuando cierto mecanismo alojado en el estómago revienta e irrumpe en la ceremonia esa risa nerviosa, reprobable e irrespetuosa. Y cuanto más quiere uno retenerla, más se suelta.

En escena, a veces también pasa. Quizás, el secreto que nos permita ser dueños de nuestra reacción frente a estas situaciones resida, una vez más, en encontrar la justa medida de las cosas y en aprender a navegar entre la tensión y la relajación. En su tesis denominada «La actuación/performance entre la neurociencia y la filosofía de la mente», Gabriele Sofia habla sobre las dinámicas de acumulación y descarga en teatro y asegura que el placer estético que siente el espectador está directamente ligado al ritmo que establecen los momentos de acumulación y descarga muscular de los actores, así como al juego de tensiones y distensiones con el que transcurre la acción escénica. Al final, este placer estético o artístico no deja de ser muy similar al placer sexual, que, quizás, sea el máximo exponente de la poderosa relación existente en el ser humano entre acumulación y descarga.

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