Y no es coña

Estamos en reconstrucción

Vale, sí, lo confieso, me duele más lo sucedido en las Ramblas de Barcelona, mi ciudad natal, que lo de Alepo, Mosul o Bruselas. Me duele de otra manera. Me remueve mi memoria emotiva, teatral, política, amorosa. Y me coloca desde hace días en una suerte de parálisis mental temporal. Sólo pienso en el miedo que me dan las manifestaciones de la extrema derecha española. Y no solamente la que se expresa con actos violentos, sino la otra, la cercana, cuando amigos y familiares me mandan manifiestos fascistas, xenófobos, cuando veo que el odio ha anidado. Y no sé si es la ignorancia, el desarme emocional, el estado de shock o es que está floreciendo una mirada larvada sobre el otro. El miedo, mi miedo,  es que crezca el odio. Que se haga insufrible la vida. Que al salir de casa miremos a los lados y cuando veamos al otro sintamos odio. O  miedo. O ambos. Ese es el problema.

Sí, me pregunto, me preguntaré, como hice ayer, como hice siempre sobre la función de las artes escénicas en estos momentos. Dónde colocarnos. Recuerdo que hace cincuenta años decíamos que cuando empezábamos a escribir una obra de teatro, siempre nos salían dos guardias civiles deteniendo o reprimiendo. Era pleno franquismo. Estábamos, algunos, contaminados por las circunstancias. Todavía creíamos que desde los escenarios íbamos a cambiar el mundo, íbamos a derrotar al franquismo, conseguiríamos la libertad. Y en aquellos años había un grupo social que nos seguía, que eran nuestros cómplices, que estaban en la misma dirección, con las mismas ganas de acabar con aquella dictadura criminal. Un público (unos públicos) que se solidarizaba con el llamado teatro independiente, el que funcionaba en circuitos diferentes y que proponía un teatro combativo, de urgencias. Pero en los teatros comerciales y hasta los institucionales había otro teatro. Cuando menos, complaciente por no estar en contra.

Tardó mucho en aparecer un teatro comercial de calidad y con textos que planteaban otras cuestiones, que dialogaban con la sociedad, superando desde la profesionalidad una censura previa del texto, un visionado censor en el ensayo general y la presencia constante de policías en las salas porque existían dos butacas para ellos. Estábamos ya en la mitad de los sesenta cuando vimos a Sartre, Camus, Brecht (adulterado muchas veces) y otros grandes nombres y grandes obras. Después llegó la llamada transición, se acabó con la censura previa, ahora la censura es económica, que nadie se olvide, se profesionalizó todo, se vivieron momentos de euforia y ahora volvemos a tener un teatro inane. O un teatro tontorrón. Sí podemos hablar de transgénero, podemos plantear todo, pero se queda reducido a un plano menor. Existe libertad, o al menos eso nos creemos.

Así que estando en reconstrucción, no soy capaz de armar un discurso pontifical. Sé que por mímesis, experiencia, decantación, cada vez me parece más sustituible el teatro de entretenimiento, el alienante, el reaccionario a base de risas tontas y de tópicos. Amo el humor, amo la capacidad de la inteligencia y del humor para concretar ideas y revolcar dogmas. Pero quizás el teatro que me parece se debe defender y promocionar sea el de grandes ideas filosóficas, las tragedias y los dramas que pongan a los hombres y mujeres frente a los dioses y las ideologías, que sirva para entablar diálogos entre personas y sus ideas.  No voy, porque no soy capaz,  a decir mucho más. Quizás ya se esté dando en algunos creadores, en algunas propuestas esta posición ética. Con ellos intentaré caminar. Y con todos aquellos que de manera consciente se pongan a trabajar en la base, a hacer ese teatro de cercanía, comunitario, que intente plasmar realidades duras y hacerlas poesía, fuera de las grandes carteleras

Nada más puedo decir hoy. No duermo bien. Pero lo peor de todo, no sueño de día. Estoy obsesionado. Una ruptura amorosa crea un trauma circunstancial, una angustia personal, pero estas cosas crean un abismo. Y rechazo todo odio.  Nos queda la palabra, el teatro, la belleza estética de los elementos de nuestra cultura que no es mejor que la de los otros. Lo peor es creerse que hay alguna diferencia entre nosotros y los otros. Tenemos los mismos deseos, las mismas aspiraciones. Otra educación, otra visión del mundo. Compatible. El odio nos vuelve odiosos.

 

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