Mirada de Zebra

Eszenika

Ramón Barea suele decir, cuando le preguntan por su curriculum, que es autodidacta, pero que le hubiese gustado tener maestros. Impresiona que alguien sin una formación oficial llegue a ser reconocido con el Premio Nacional de Teatro y lo consiga además habiendo comenzado su trayectoria en el País Vasco, donde las circunstancias culturales no han sido especialmente propicias para el desarrollo del arte escénico. Esta anécdota invita a la defensa del autodidactismo, a seguir hasta el final el propio instinto creativo sin dejarse formar o deformase por otros; pero en este caso también sirve para argumentar la opción contraria. Y es que Ramón matiza, es autodidacta, pero (el pero es importante) le hubiese gustado tener maestros… Es decir, no pudo tenerlos. A día de hoy, alguien que pretenda dedicarse al teatro o a la danza en cualquiera de sus ramas profesionales, incluida la escenotecnia, y lo quiera hacer sin salir del País Vasco, se encuentra con el mismo escollo. A pesar del esfuerzo de las varias escuelas de teatro y danza de la zona, la falta de una escuela oficial nos sitúa en clara desventaja con respecto a otras regiones o países donde la educación en artes escénicas goza de un reconocimiento institucional mínimo. Tener maestros en el País Vasco sigue siendo difícil, Ramón.

La necesidad de estudios oficiales emerge pues a primera vista como un derecho básico, como una cuestión de igualdad frente a otros territorios. Porque este pequeño país del norte, que tantas veces saca pecho y le gusta ser punta de lanza de tantas batallas, necesita, como lo han necesitado otros lugares de España y Europa, estudios escénicos de un rango y una calidad que permita a las futuras generaciones formarse y labrarse un futuro artístico. Hay que evitar que las opciones para aquel joven que siente la llamada de dedicarse a este oficio, se reduzcan a una salida forzosa a una ciudad lejana o a emprender un camino que, salvo excepciones, lo condene a una profesionalidad de naturaleza amateur.

La cuestión tiene mayor profundidad que el simple reclamo de paridad con realidades similares, pues edificar un Centro Superior de Artes Escénicas es un proyecto que, al mismo tiempo que genera un marco educativo, debe tener la virtud de dignificar un oficio que vive necesitado de ello. Si pensamos que ser arquitecta. enfermero, maestra o abogado es una opción profesional tan digna como dedicarse a cualquiera de las ramas creativas de la escena (¡Que levante la mano quien no esté de acuerdo!), todo ello empieza por entender que antes de desempeñar con eficacia el oficio, uno tiene que aprender su funcionamiento básico, intuir sus misterios, entregarse a sus pasiones escondidas. Disponer de unos estudios reglados es una opción para ello, desde luego no la única y para muchos quizás tampoco la mejor, pero resulta fundamental porque define el posicionamiento que tiene la sociedad respecto al oficio escénico. Supone decir con hechos, y no con palabras que se lleva el viento, que el arte escénico forma parte fundamental de la cultura de nuestra sociedad, de su progreso, de su capacidad de crear belleza y reflexión, y que como tal se contempla y se planifica desde las instituciones. Insisto, existen múltiples maneras personales de educarse, todas defendibles y algunas envidiables; la decisión de poner en marcha un proyecto de Estudios Superiores en Arte Escénico se sitúa en un marco global, en la determinación de cultivar la interacción entre el arte y la cultura con la sociedad que las fomenta y cobija.

Son momentos importantes para Eszenika, tal y como se denomina actualmente al Centro de Estudios Superiores de Artes Escénicas del País Vasco. Lo que ahora no se acabe de concretar, deberá esperar a la siguiente legislatura. Es público que en el actual presupuesto del Departamento de Educación se han destinado 300.000 euros para poner en marcha la Escuela. Una cantidad que se antoja escasa dada la magnitud del proyecto, pero que puede ser un primer paso alentador (ya se sabe que las gentes de la escena nos ilusionamos con facilidad), después de acumular una herencia de desengaños y promesas yermas. Es hora pues de dar un paso para que se haga al fin camino. El vaso de las decepciones está ya colmado. Hay que verter la gota en un terreno que fertilice. El oficio lo merece. Las futuras generaciones lo agradecerán.

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