Mirada de Zebra

Fronteras evanescentes

«La situación te ha puesto al otro lado», escucha el bertsolari. «3 versos, en la medida y melodía que quieras». Los ojos del bertsolari miran hacia dentro. No ve ya las miles de personas que le observan, ni las cámaras que captan al detalle las líneas de su serio gesto, tampoco el micrófono que aguarda impaciente su poema cantado. Es el campeonato de bertsolaris y Amets Arzallus, quien finalmente será vencedor, se dispone a crear en poco más de un minuto y medio 3 versos a partir de ese tema que acaba de escuchar. «La situación te ha puesto al otro lado». Amets alza la vista, abandona esa soledad que había creado y canta al micrófono. Cuenta la historia de un guardia civil desde que es agente de tráfico en Andalucía, hasta que, después de haber trabajado en un cuartel del País Vasco, espera el indulto del Gobierno por un delito que es fácil imaginar. La cuenta con rimas, con ritmo, en un lenguaje rico y sutil. Cuando la historia acaba los aplausos arrasan el silencio que acompañaba al canto. ¿Cómo es posible que nadie pueda crear en tan poco tiempo un poema, una historia, de tanta calidad?

Sorprende ante todo que en una disciplina con tantas normas que delimitan el juego creativo, respecto a la rima, a la melodía o al tema que hay que tratar, uno tenga la sensación de que en tales circunstancias es cuando el bertsolari expande su talento, cuando crea con mayor libertad. Es más, uno intuye que si la improvisación fuese más libre, no se alcanzarían las cotas a las que llegan estos malabaristas de palabras. Resulta por tanto curioso que esta prueba típica del bertsolarismo que afrontaba Amets se llame «kartzelako lana» [El trabajo de la cárcel], pues en esa cárcel de reglas es cuando la imaginación del poeta más vuela.

El de los bertsolaris es un ejemplo extremo de una conocida paradoja artística: los límites en lugar de coartar, estimulan la capacidad creativa. El talento de un pintor se aviva si es obligado a completar un cuadro a partir de un trazo pintado por otro. El de un artista plástico si decide realizar una serie de obras a partir de cáscaras de huevo. O el de un escritor si opta por hacer un relato con palabras que no contengan la letra «e». Las mejores maniobras se observan cuando hay trabas que retan el instinto de creación. De la misma manera que en el fútbol los mejores regates se dan gracias a adversarios que estimulan la habilidad del delantero.

En el otro extremo de la paradoja encontramos el colapso ante un panorama sin límites. El pintor que naufraga ante el lienzo el blanco. La imaginación del artista que se estrecha cuando el abanico de ideas es demasiado amplio. El escritor incapaz de situar ninguna palabra sobre el papel cuando tiene todas a su disposición. El futbolista que se regatea a sí mismo en un campo vacío.

La paradoja por tanto sitúa la génesis del acto artístico en un terreno inhóspito. El impulso creativo nace necesariamente de un enfrentamiento, de la necesidad de sobreponerse a un elemento que opone resistencia. Cada acto creativo es entonces un diálogo con aquello que no se ha superado, el fruto del desasosiego que producen los obstáculos que sorpresivamente aparecen en el camino. Lo contrario, crear sin el acicate de aquello que produce una suerte de tensión interna, es abandonarse a una creación que surgirá con la atmósfera plomiza de cualquier rutina. Hay poco de relevante que decir en un paisaje despejado. En la comodidad es muy difícil superar al silencio.

Miro un escenario vacío. Visualizo a un actor con alma de bertsolari. Alguien desprovisto de abalorios que solo lleva el teatro consigo. Alguien capaz de crear una historia ante el único estímulo de una silla coja que se hace visible entre sombras. Capaz de visualizar al personaje completo cuando en escena hay solo un sombrero viejo. Alguien que puede reflexionar a partir de una chaqueta que tiene los bolsillos cosidos. Que ve acciones debajo de una canción recién aprendida. Alguien que estando frente a un muro solo ve la línea de un horizonte infinito.

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