La voz antigua

Hábitats, hábitos y habitantes

«Hábito» proviene del latín habĭtus y es según la RAE el vestido o traje que cada persona usa según su estado, ministerio o nación, y especialmente el que usan los religiosos y religiosas; hábito es también el modo especial de proceder o conducirse adquirido por repetición de actos iguales o semejantes, y originado por tendencias instintivas; o la insignia con que se distinguen las órdenes militares, o en medicina la situación de dependencia respecto de ciertas drogas.

Podemos vestirnos, ser, militantes o dependientes dentro de la definición que nos proporciona el hábito en su contexto.

«Habitar» que proviene del latín habitāre es vivir o morar y «habitante» es aquel que habita, o cada una de las personas que constituyen la población de un barrio, provincia o nación.

¿Para poder habitar hay que pertenecer físicamente a algún lugar o acaso podemos ser habitantes y moradores de nuestros propios hábitos sin necesidad de pertenencia?. Vivimos en la representación de lo que somos, en la repetición de nuestros actos en los lugares que consideramos nuestras moradas, dentro y fuera de nosotros. ¿Qué ocurre cuando uno no tiene morada, cuando uno no tiene lugar en el que vivir?, ¿está así deshabitado?, ¿es deshabitado el lugar o el habitante que no lo habita?. Somos cuerpos deshabitados en una sociedad que nos hacina en espacios públicos y en la soledad del ser no sabemos dónde morar.

«Morar» del latín morāre es habitar o residir habitualmente en un lugar, residir o habitar en un lugar determinado, ¿se puede habitar lo indeterminado?, ¿o conceptualmente lo indeterminado no es susceptible de habitar?. ¿Dónde residimos?, ¿dónde habitamos?, ¿dónde moramos cuando los límites del cuerpo y del espacio se hacen difusos?, ¿acaso uno puede vivir fuera de sí cuando su espacio personal se indetermina?. Los espacios concretos se indeterminan con el tiempo, variando de espacios de acogida a espacios de expulsión, y es en los intermedios, en los cambios de contexto cuando se produce el cataclismo, el desarraigo, cuando el cuerpo deja de ser morada y se convierte en lugar de paso, cuando el espacio contenedor ya no es habitual ni habitable sino beligerante por nuestra propia acción sobre el medio.

Esta reflexión viene dada por la necesidad de encontrar un lugar en el que habitar después de un proceso de tránsito o durante el tránsito mismo, ¿cómo habita uno un lugar o se habita a sí mismo cuándo nada permanece, cuándo todo está en constante movimiento?, ¿cómo vivir en el fluir o fluir en el vivir en esta sociedad en la que todo va cada vez más rápido?, ¿y que si ya no quiero correr?, ¿y que si la contracorriente me lleva a la calma?; para no ahogarse en el flujo turbulento uno tiene que mover frenéticamente las piernas bajo el agua para conseguir mantenerse a flote, y ahí el movimiento y la calma entran en conflicto. El cuerpo calmado brota flotando en el agua con una sonrisa aparente de mar en calma pero es abajo, en lo que no se ve, en lo subterráneo, bajo el agua que nos soporta, donde se produce la lucha por la supervivencia.

Somos hábitats, hábitos y habitantes; en determinados momentos de nuestra vida, somos cimiento y zapata que ancla a la tierra y permite la distribución del peso o lugar común y habito del devenir propio y ajeno, o transeúnte y mujer en tránsito, o cuerpo que se mueve por el espacio indeterminado y que en su caminar a veces solidifica el espacio permitiendo posar el vuelo.

No hay teatro en la reflexión y sin embargo es puro teatro: ser, habitar y transitar.

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