Desde la faltriquera

Hallelujah, Marthaler en estado puro

En la nueva producción de Christoph Marthaler, el espectáculo musical Hallelujah (Ein Reservat), estrenada el pasado mes de febrero en la Volksbünhne de Berlín, se escucha una voz en off impartiendo indicaciones a unos turistas en un parque de atracciones. Todo está muy reglado: es necesario hacer cola y pasar por taquilla, no salirse de los caminos, respetar y seguir las órdenes que se impartan antes de subirse a las atracciones, para disfrutar con los artilugios allí instalados, metáfora de la sociedad del bienestar. Pero, allí, nada funciona, mientras los visitantes de manera gregaria y paciente esperan soluciones. La mirada crítica la sitúa el director y la dramaturgista de referencia, Stefanie Carp (acompañada aquí por Malte Ubenauf) en el paraíso americano aparentemente confortable, pero igual de miserable para los que no gozan con una posición de privilegio. En el tono de la crítica y los contrastes entre la realidad y la tierra prometida, este espectáculo se emparenta con los primeros estrenados en la Volksbünhne, donde la diana de las críticas las situaba en los desajustes de la reunificación alemana de los años noventa del pasado siglo.

Hallelujah (Ein Reservat), como los estrenos más recientes se construye con una sucesión de pequeñas historias, protagonizadas por los personajes que permanecen sobre la escena, mientras transcurre el espectáculo, y que muestran la ineficacia de un sistema que no se adapta a lo prometido. No existe denuncia, porque Marthaler cree en el carácter ostensivo del teatro, alejado de tonos reivindicativos, y porque, aunque la estructura es la causante de los males (la empresa ni funciona, ni cumple), la reacción de los personajes se instala en el conformismo, la abulia y la inacción. Y presenta los puntos de escape en las canciones country que entonan para escapar de la monotonía, y en las pequeñas agresiones de unos personajes sobre otros, expresando metafóricamente que los desajustes pertenecen más a la condición humana que a las estructuras; o, dicho de otra manera, que las personas pervierten la estructura.

La falta de un mensaje determinante, de propuestas temáticas concretas para salir del adocenamiento, de una protesta radical y de una historia que entretenga por la sucesión de episodios puede enervar a un público ávido de emociones, a la espera de que ocurra algo sobre el escenario, que salten los conflictos o que, al menos, las escenas se concatenen con la instantaneidad de la imagen fílmica. Pero nada de esto sucede en las propuestas de Marthaler, instalado en una estética y en una visión del teatro que como él mismo ha expresado «no debe decir absolutamente nada», y apoyado en una escenografía, música y silencios, y proxemia, en sí mismos significantes.

La escenografía responde al canon de Anna Viebrock y contribuye a la narratividad escénica: lo que los personajes callan, lo no dicho, se expresa a través del sistema de signos que dispone sobre el escenario y de la relación de los personajes con los objetos, que pueden producirse con diferente intensidad en diversos ambientes, pero todos enfocados en la misma dirección para no ensuciar la información al espectador. Las paredes altas, la plataforma giratoria que se mueve en algunos momentos, la utilería desvencijada, dispuesta con el habitual sistema de collage, los colores desvaídos hablan de obsolencia y de la imposibilidad de escape de ese encierro voluntario: es muy significativo que los personajes no están en escena cuando la función empieza, pero luego no pueden salir de la misma; o la circularidad, dar vueltas en la plataforma, sin ir a ninguna parte.

Para no irritarse con un texto deconstruido como Hallelujah (Ein Reservat), interpretado con un ritmo deliberamente lento, es preciso dejarse impregnar por la percepción sinestésica que el director con su equipo habitual de colaboradoras persigue siempre mediante elementos sensoriales y signos de diferente naturaleza, basados en la interpretación y emitidos constantemente por actores e instrumentistas, la música o la propia dirección, que transmiten la información a través de la sensorialidad. El espectador, si se deja atrapar por este espectáculo encontrará en él la imagen deformada del espejo cóncavo de su existencia y la ridiculización del ritmo frenético de la sociedad y gozará con la ironía, de lo contario se aburrirá, pero es que a Marthaler o se le ama o se le odia, porque a nadie deja indiferente.

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