Zona de mutación

Historia de la visión

Empédocles observaba el panorama y pensaba que la visión no era más que tocar los objetos con una «mano» muy larga. Él creía que de los ojos salían emanaciones que hacían contacto con los objetos y recogían su forma. Es lo que se dio en llamar teoría de extramisión.

Su opuesta sería la de intromision de la luz, cuyo principal representante fue Leucipo. Según ésta, los objetos envían algo a los ojos que porta la información de la forma y el color.

Ambas posturas tienen sus páginas en la historia de la luz (y la mirada), y la depuración de las mismas, mantuvo a los físicos hasta el día de hoy, afanados en la mejor explicación.

Comparado a los niveles perceptivos de un espectador, del fruente de un espectáculo, de un perceptor, si cabe llamarlo así, se pone en consideración si en un proceso de recepción, bajo condiciones especiales como es la de captar una emisión artística, cuántas de estas soluciones de extramisión o intromisión intervienen en el proceso. En todo caso, qué es lo que asegura la entidad o la dimensión acontecimental del hecho artístico, como para atestiguarlo.

A esto hay que sumar aquello que ni va ni viene, y que trasciende toda la intención del captar y que está representado por la propia energía irrigante del objeto estético, que se percibe no sólo por su refulgencia propia, sino también por los rayos de otras fuentes (otros soles), y que determinan que los espectadores puedan llegar a verlo de una forma u otra. Aún habrá que valorar, no sólo capciones directas, sino retrocapciones capaces de teñir la percepción con tales o cuales calidades determinadas por la cantidad de analogías de carácter subjetivo que en el acto perceptivo, se asocian al mismo. Cuánta intensidad es dable manejar en un proceso así, si se incorpora el factor de incidencia que tienen los niveles culturales de los depositarios de las acción. Cuánta de esta consideración redondea o pone bajo su dominio el artista al emitir su acting. De esa fracción de indecidibilidad e indeterminación, se fragúa parte de su no-reciprocidad, teniendo en cuenta que lo más rico de su eventual información, se marcha con el público. De esta impotencia, sin embargo, surgen unidades de medida para distintas valoraciones, que no obstante, se alimentan de esa carencia, a la que representan, hasta terminar solapando todos esos datos incognocibles e invaluables, para terminar esgrimiendo lo que no se sabe acabadamente.

Es probable que frente a esto, el público y con él cada uno de sus integrantes, opte por decisiones ingenuas. Que las cosas sean según las propiedades perceptivas que lo asisten al momento, pero sin el tupé de completar el ejercicio con las propias experimentaciones que le daría si mirara el estímulo al sesgo, o mediatizado por distintos velos o apantallamientos que podrían indicar, develar o potenciar resultados más profundos y significativos. Pero ocurre que el espectador no está preparado en nuestra cultura para ir más allá de los formateos que el propio sistema del espectáculo condiciona sobre el campo sensible de sus espectadores, de allí que les cueste atreverse a superar esa mirada naïve.

Habría que preguntarse por las herramientas reales de los receptores para atreverse a desfocalizar, descentralizar su percepción. Como vemos, es un dato que está más en el plano de las actitudes, decisiones, que en el de las capacidades dadas que lo asisten como factor de intercambio cultural.

De ese no atreverse, emerge mucho de lo que funciona en la cultura fáctica como relación de dominio y no de genuino intercambio.

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