Velaí! Voici!

Identidad, emoción y nación. Desde Becerreá

Entramos en el solsticio de verano y, en calidad de becerrense y de dramaturgo, en mi pueblo me requirieron para abrir las Fiestas del San Xoán.

En el Pregón, al margen de cuestiones particulares que no escondo, quise reflexionar sobre temas que, de alguna manera, no están lejos de aquello con lo que juega y especula el arte del teatro.

A continuación reproduzco, en traducción al castellano, el Pregón, rogando, de antemano, que se disculpen las numerosas re-exposiciones y variaciones temáticas, y todos aquellos dispositivos textuales, destinados a una lectura en voz alta en la plaza del ayuntamiento, donde la gente entra y sale, o donde se incorpora una vez ya comenzada la lectura, etc.

PREGÓN FESTAS DO SAN XOÁN DE BECERREÁ 2015. IDENTIDAD, EMOCIÓN Y NACIÓN

Queridas vecinas, queridos vecinos, amigas, amigos.

Hay dos preguntas que fundamentan la ficción verosímil da nuestra identidad personal. De lo que somos como individuos y, por extensión, de lo que somos como pueblo. Porque el pueblo es el conjunto de las sinergias que se dan entre las individualidades, cómo unas afectan a las otras y viceversa. El pueblo es un contagio, una comunión de individualidades. Lo personal condiciona lo social y lo social condiciona lo personal. El pueblo son las personas y las personas son el pueblo.

La sinergia de las individualidades es básica para que seamos un pueblo.

Ahora bien, una cosa es el pueblo de Becerreá, como conjunto de personas, y otra es la villa de Becerreá.

La villa de Becerreá es el continente físico, orográfico, geográfico e incluso climatológico, con una arquitectura y una fisonomía particular que, por supuesto, también condiciona lo que somos, el carácter y la personalidad. La villa es como un espejo: refleja al pueblo. Viendo como está la villa podemos deducir cómo es el pueblo, cómo son las personas que lo habitan.

El pueblo de Becerreá es el conjunto de las personas que viven o han vivido, que hacen vida o han hecho vida, en esta villa y en su contorno.

La sinergia de las individualidades es lo que hace al pueblo. Y fijaos que si vamos al diccionario encontramos, para la palabra «sinergia», tres acepciones que nos ayudan a pensar y a dilucidar que puede ser eso del pueblo.

La acepción número 1 de la palabra «sinergia», procede de la medicina y significa «acción conjunta de varios órganos para realizar una función». La acepción número 2, procede de la farmacia y significa «fenómeno por el que se combinan dos o más substancias para obtener un efecto mayor que la suma de los efectos individuales de cada una de ellas.» La acepción número 3 es el significado figurado y general del término «sinergia»: «Acción conjunta de varios elementos o factores que contribuyen en la realización de una acción coordenada.»

Velahí que el mínimo común múltiplo de las tres acepciones coincide en el sentido de la unidad en la diversidad para la acción. Por ejemplo, en las tareas del rural, sobre todo antes de la introducción de las máquinas, las personas se juntaban para poder realizarlas: la guadaña de la hierba, la siega y la maja… También en las fiestas. No hay fiesta sin unión en la diversidad. No hay fiesta sin pueblo. Y esa unión puede venir facilitada por la danza, cuando los cuerpos se liberan de prejuicios y corsés mentales, y se mueven al son de la música, en una comunión rítmica más allá de las individualidades.

Pues bien, volviendo a eso de que hay dos preguntas que fundamentan nuestra identidad personal y, por extensión, social, como pueblo: quizás la primera pregunta sería esa que los demás se hacen o nos hacen cuando quieren saber de nosotras/os, cuando nos quieren conocer. La pregunta es: «¿Tú quién eres?», o dicho más a la gallega: «¿Tú… quién vienes siendo?»

La perífrasis verbal «venir siendo» define a la perfección la manera en la que se construye, deconstruye y modula el «ser», la identidad. Se le llama perífrasis verbal porque parece que la expresión hace un rodeo antes de llegar al meollo de la cuestión: «EL SER». En lugar de decir, de una sola vez y de modo sintético: «¿Quién eres?», nosotras/os estamos más habituadas/os a decir: «Mira… ¿y tú… quién vienes siendo?», de tal forma que le añadimos a la médula de la pregunta el verbo «venir». Pero es que, si lo pensamos bien, esa perífrasis verbal gallega: «¿Tú quién vienes siendo?» es mucho más fiel y realista respecto a la duda que expresa. Porque «el ser», la identidad, de una persona no es algo sólido y estático como una piedra. «El ser», la identidad, es algo flexible, vivo, dinámico, que va cambiando con el tiempo, es un «venir» y un «devenir». «El ser», la identidad, de una persona no es algo permanente e inamovible, sino algo que va mudando. Cambia tanto por fuera, en lo físico, como por dentro, en lo psicológico, en el carácter.

Por ejemplo, éste que tenéis aquí delante de vosotras/os y que os habla ahora, que se llama Afonso, ya no tiene el mismo «ser» y la misma identidad que aquel niño que corría por Becerreá en los años ochenta y principios de los noventa. Le ha cambiado el cuerpo, le ha cambiado la cara, le ha cambiado el carácter, la personalidad, «el ser». E incluso, sin necesidad de ir a la infancia, casi me atrevería a decir que tampoco soy quien era hace 10 años, o hace 5 años, o incluso hace 1 año… Por suerte, siendo optimistas (que para eso estamos de fiesta), y siendo progresistas, puedo afirmar que ya no pienso igual que pensaba, ya no meto la pata en algunas cosas como antes, aunque la siga metiendo en otras. Algo vamos aprendiendo de la vida, entre risas y llantos.

Risas y llantos. Las dos emociones básicas del ser humano universal: la alegría, la risa, por una parte, la tristeza y el llanto, por la otra. Las dos emociones básicas que, en el arte de Talía, la diosa del teatro, se representan con dos máscaras juntas: una ríe, para simbolizar la comedia, y la otra llora, para simbolizar la tragedia. Y ambas máscaras vienen a ser como las dos caras de la misma moneda. La moneda de la vida.

Porque el arte del teatro no es ni más ni menos que el reflejo, el espejo vivo de la vida y la vida misma. Los escenarios son laboratorios en los que se sublima y aumenta, como en un microscopio, la vida, los deseos y frustraciones, nuestra lucha por alcanzar objetivos, o incluso todo aquello indecible que los cuerpos en movimiento pueden transmitir, como en una danza.

Las emociones nos mueven.

Se dice que emoción lleva, en la misma palabra, ese sentido de movimiento, igual que las palabras «automoción» o «locomoción».

Cualquier cosa que nos pasa en la vida nos produce una emoción de mayor o menor intensidad. Por ejemplo, conocer a alguien produce emociones en nosotras/os, o sea: movimientos internos y, a lo mejor, también externos. Hace que nos aproximemos o que nos alejemos.

La emoción es como el motor de la vida. Conocemos a alguien y en nuestro interior surge una emoción, un impulso motriz, que se puede concretar en un compromiso de amistad, o en un compromiso de amor, o en un compromiso de complicidad en referencia a algún asunto determinado… lo que sea. El caso es que cualquier cosa que nos acontece nos produce una emoción o movimiento, que origina un menor o mayor cambio en nuestra personalidad.

Si no experimentásemos emociones ante los sucesos que nos implican, entonces padeceríamos una patología, que se llama psicopatía. Si no sintiésemos emociones ante lo que nos pasa, y ante lo que pasa a nuestro redor, entonces seríamos unos psicópatas. Pero en Becerreá, afortunadamente, no hay psicópatas. Quienes estamos hoy aquí, reunidas y reunidos, somos personas que experimentamos emociones con lo que nos pasa y con lo que pasa a nuestro redor. Aunque muchas veces no lo sepamos expresar, o tengamos miedo a expresarlo. Pero somos seres emocionales. Y, según mi opinión, ese es el motor que, de la mano del pensamiento y de la razón, pone en marcha los cambios y el progreso de nuestras personas, de lo que somos.

Pues bien, a la primera pregunta sobre la identidad personal: «Mira… ¿y tú… quién vienes siendo?», solo se puede responder de manera parcial y subjetiva a través de una historia, a través de la historia de nuestra vida. Porque somos lo que somos, entre otras cosas, por lo que nos fue aconteciendo a lo largo de los años y por las emociones experimentadas en esos acontecimientos. Un conglomerado de sucesos y emociones que fue moldeando nuestras personalidades, que fue tallando nuestro carácter.

Y como toda historia es una construcción mental, en la que escogemos y ordenamos aquellos acontecimientos emocionantes que más nos gustan para la composición de esa imagen que deseamos transmitir, cuando alguien nos pregunta: «Mira… ¿y tú… quién vienes siendo?», nosotras/os procedemos a contarle un cuento. Una historia en la que sintetizamos aquellos sucesos de nuestras vidas que mejor convienen a la imagen que queremos dar, al retrato que más nos gusta de nosotras/os mismas/os.

No obstante, toda historia, como construcción mental y psicológica, tiene un inicio, un nudo o desarrollo, y un desenlace o conclusión final. Del final nadie de los que estamos hoy aquí podemos hablar, porque aun no hemos pasado ese trance. Sin embargo, del principio si podemos fabular. Al contar nuestra historia a alguien que nos quiera conocer, siempre comenzaremos por el lugar de la infancia, del nacimiento. Hay un verso que se le atribuye a Rilke que dice: «La patria de la persona es la infancia».

Ahí, en el inicio de nuestra historia, se abre la segunda pregunta a la que aludía antes, cuando he dicho que había dos preguntas que fundamentan nuestra identidad. Esa segunda pregunta sería: «Mira… ¿y tú… de dónde eres?».

No cabe duda que el lugar de nacimiento es fundamental para la configuración de la personalidad. Porque es en la infancia donde comenzamos a ver, a escuchar, a oler, a tocar, a saborear y a descubrir, por primera vez en la vida, todas las cosas y todos los seres que nos rodean, y a ponerles nombre, a identificarlos, y a identificarnos a nosotras/os mismas/os en relación a todo lo que nos envuelve en el paisaje de la infancia. Porque en la infancia se origina el bautizo del mundo. Y el mundo no es idéntico, ni es igual, en todas partes. Por suerte, el mundo es diverso y heterogéneo.

Mi nación no es España, ni siquiera Galicia, mi nación es Becerreá, porque aquí fue donde yo nací y donde me criaron mis padres. Aquí fue donde comencé a andar, a hablar, a escuchar, a jugar, a estudiar, a leer y a escribir… Becerreá fue mi primer mundo, mi país, mi nación. Y después, aunque ya llevo más de veinte años fuera de aquí, viviendo en Xixón cinco años, en Barcelona diez años y ya casi otros diez años en Vigo, aun así, cuando alguien me pregunta de donde soy, yo siempre respondo: de Becerreá.

Cosa bien curiosa es que las raíces nutran y aseguren los árboles para que puedan elevarse y crecer, para que puedan florecer y dar frutos, para que puedan hacer frente a los vendavales y a las tormentas.

Es muy importante tener las raíces bien aseguradas en algún sitio, como yo las tengo en Becerreá, con mi madre, Anita, y con mi padre, Alfonso, y con mis hermanos, Amparo, Álvaro y Alberto. Todos comenzando por la primera letra del abecedario, por la «A», y rematando por la letra «O»: Afonso, Amparo, Álvaro y Alberto, como en un juego.

Es importante tener las raíces bien aseguradas en algún sitio, como yo las tengo en Becerreá llegando hasta Vilar de Ousón. Vilar, mi paraíso de la infancia, al lado de mis abuelos labriegos, Manuel y Manuela, que tantas cosas me enseñaron con su ejemplo. Manuel y Manuela, que se llamaban igual y que habían nacido, los dos, el mismo día del mismo año, el 1 de enero de 1922. Así que celebraban aniversario y santo, los dos, el mismo día. O mis abuelos de Morcelle, Daniel y Amparo, que vivían en Barcelona y venían a pasar temporadas a la aldea. Ahora ya no están aquí, como muchos otros seres queridos que han muerto, pero que siguen formando parte da mi historia y, por tanto, de lo que soy actualmente.

Somos memoria. Si perdiésemos la memoria dejaríamos de ser y se difuminaría nuestra identidad.

Para ser «originales» es condición sine qua non honrar los orígenes y cuidar su memoria. Y mis orígenes están en Becerreá y en la aldea de Vilar de Ousón.

A mis orígenes les debo la definición de los colores, de los olores, de los sabores, de las formas, de las proporciones, de los sonidos… que brotan en esta tierra, y que me acompañarán hasta el final. Aquellos primeros estímulos con los que yo fui comparando los siguientes, y ordenándolos en mi mente y en mi corazón, de manera consciente o inconsciente. El verde y el gris de estas latitudes, el olor de la hierba guadañada, la frescura del río Narón, la majestad de los castaños y robles centenarios, el olor a abono o a aquel pan centeno, recién salido del horno, que hacía mi abuela Manuela. La música del gallego que se habla aquí y esas palabras con las que empecé a nombrar las cosas… El despertar de una sensibilidad respecto a la naturaleza: la tierra, los árboles, las plantas diminutas, los animales, las peñas de los montes… y las energías y fuerzas que desprenden, si estamos receptivos a su magnética presencia. Algo que también aprendí de mis abuelos, Manuela y Manuel. De ellos aprendí a observar y a respetar la naturaleza. De ellos aprendí a apreciar la tierra, de la que todo sale y a la que todo vuelve. De ellos aprendí una religión panteísta y poética, que personifica plantas, árboles, animales y minerales. De ellos aprendí a mirar hacia arriba, hacia el cielo, sin dejar de tener los pies en la tierra.

Con mi abuela, Manuela, el San Xoán era la fiesta del solsticio de verano. Una fiesta que se investía de resonancias mágicas, cuando cogíamos bilicroques o dedaleras, flor de saúco y de piorno, para enramar las puertas y espantar a las brujas. O preparábamos agua de rosas, que quedaba al sereno de la noche de San Xoán, para lavar la cara al día siguiente, y para que nos protegiese de males.

O las largas noches de invierno, durante las vacaciones escolares de Navidad, cuando salíamos por aquellos caminos de lama que había en Vilar, con zuecos de madera y mandiles de estopa por la cabeza y con un candil en la mano, e íbamos a Cas Xenamaro o a Cas de Baixo o a la del Cuartín, donde yo escuchaba las conversaciones labriegas en las cocinas de lareira.

Yo había aprendido música con las monjas, en Becerreá, con La Hermana Carmen, antes de ir al Conservatorio de Lugo, y recuerdo que a mi tío abuelo Antonino, el del Cuartín, le gustaba mucho, cuando íbamos por su casa en las noches de invierno, que tocara muiñeiras en la flauta mientras mi hermana Amparo y mi abuela Manuela bailaban y la tía Florinda daba palmas al lado del fuego.

Recuerdo el colegio, con todas las profesoras, que por aquel entonces eran doñas y casi todas hablaban en «castellano» con acento gallego. Y no es de extrañar, después de cuarenta años de Dictadura y de haberse formado en el sistema de educación franquista, del que, poco a poco, se fueron emancipando, porque la sociedad cambia y busca mejorar. Y después vino el instituto de bachillerato, en el que ya podíamos tutear a las profesoras y a los profesores. Y después tocó marchar para estudiar teatro, siguiendo la vocación, siendo fiel a aquello que, como una fuente, mana de uno mismo.

Ahí le tengo que agradecer a mis padres, a Anita y a Alfonso, que siempre me apoyaran y me animaran a hacer aquello que me gustaba y que me sigue gustando. Eso son unos padres que de la única conveniencia que entienden es la de hacer felices a sus hijos, ayudándoles a que se realicen, sin condicionarlos a estudiar o a hacer otras cosas que parecía que tenían más salidas profesionales o más prestigio social.

No, mi padre Alfonso, electricista de profesión, fue el primero en decirme que hiciese lo que más me gustase. Y recuerdo que a mí me gustaba escribir, ya había comenzado, en 1988, cuando estaba en 2º de BUP, a hacer aquella revista «A PIPA», que después convertimos en Asociación Cultural, y también me gustaba eso de ser profesor. Así que podía haber estudiado Magisterio en Lugo, o Periodismo en Compostela. Sin embargo, mi padre me dijo: «¿Pero a ti lo que más te gusta no es el teatro?», porque yo hacía teatro en la escuela sin que nadie nos guiase y después en el instituto. Y, en aquel momento, le respondí a mi padre: «¡Pero yo no sé si el teatro se puede estudiar!», porque en aquella época no había información sobre esos estudios, y ni siquiera estaban considerados como una licenciatura. La homologación de los estudios de Arte Dramático vino después, si no me equivoco, vino con la LOGSE, que había puesto en marcha el Ministro de Educación, Javier Solana, en una de las últimas legislaturas de Felipe González.

Pues bien, mi padre, Alfonso, me insistió en que todo se podía estudiar y así comencé a formarme en artes escénicas, hasta hoy.

Al final me dedico al teatro, soy profesor también, y también escribo. Así que puedo decir que he ido haciendo todo aquello que me manaba, todo aquello que ya era una tendencia en mí cuando era un niño.

Y en los libros que me publicaron, en honor a mis orígenes, en vez de firmar como Afonso Becerra Arrojo, firmé como Afonso Becerra de Becerreá. Tengo que confesar que también lo hice porque cuando era niño escuchaba a mi padre, cuando cogía el teléfono, que muchas veces, decía: «Soy Becerra, de Becerreá», y a mí aquello me hacía gracia. Becerra de Becerreá sonaba como un redoble de tambor en un circo. Era algo simpático y, además, sigue la tradición, en la manera de firmar, de aquellos trovadores medievales, que acompañaban su nombre del topónimo en el que habían visto la luz al nacer, como Johan de Cangas, Johan Perez d’Aboim, Johan Romeu de Lugo, Martin de Caldas, Martin de Ginzo… Todos esos trovadores que conformaron el tesoro de la lírica medieval gallega, y que me había recomendado, como fuente de saber poético, Uxío Novoneyra, cuando inauguró, en 1996, las Noites Poéticas de la Asociación Cultural A Pipa de Becerreá.

En fin, muchas cosas cambiaron, y nosotras/os mismas/os fuimos también cambiando con ellas y con los tiempos.

¡Y vaya si cambió el cuento!

Fijaos que si comenzamos a sacar fotos e imágenes de ese álbum que es nuestra historia vamos a acabar poniéndonos melancólicos. Pero no se trata de eso en un pregón de día de fiesta. Además, en Becerreá somos progresistas, ¿verdad?, por tanto, para nosotras/os, el presente y el futuro siempre son mejores que el pasado, pese a que seamos memoria.

Pues eso, queridas vecinas y queridos vecinos, por un presente y por un futuro mejores, desde Becerreá para el mundo: ¡qué viva nuestro pueblo y las fiestas del San Xoán! Que si hay fiesta hay pueblo. Que si hay fiesta hay alegría.

¡Gracias y que tengamos una buena fiesta y un buen verano!

Afonso Becerra de Becerreá.

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