Zona de mutación

Inopia

‘El pop es una mierda ‘ dice Virilio. Pareciera ser que con el simple apego concupiscente a un criterio de mundanidad, fuera suficiente. Pero la vida, como nunca, está en otra parte. Por lo pronto no en una góndola o escaparate de supermercado con las soluciones a la mano. La alegre patulea del consumo, que marcha sin rumbo a cualquier lado (porque se le da la gana), descuenta la oferta que agita su espíritu que a la menor escasez, más allá de alguna rabieta, demuestra carecer de plan y estrategia y por ende de cabal entendimiento de la situación. ¿Se trabaja aún para seres humanos? O estos, como dice Pasolini, ya no existen. Nadie se rebaja a la ‘captatio benevolentiae’ (recurso para captar la buena disposición del público), en realidad lo que se tiene en mente, de manera obsesiva y hasta obtusa, es lo que seremos. Lo que seremos es lo que ya no somos. El mejor arte se muestra en el acontecimiento de su fuga hacia adelante. Los mecanismos de relación están desfasados. La pérdida de intervalo que no da tiempo a pensar, observa Gillo Dorfles, compenetra al artista no sólo en una velocidad sino en un riesgo. Cada misión, no desagrega el riesgo de un ‘desastre del Challenger’. El desastre está internalizado. Pero es así es como hay voluntarios para ir sin regreso a Marte. La sociedad lo ve pasar. El artista tiene plan. Nadie entiende cuál. Es el ‘toon’ de esta historia que por sola presencia, anima y alienta proyecciones. ‘Artista, qué simpático’. La cartografía llevará a que un día, esa misma sociedad lo encuentre bajo un puente, o le pierda el rastro para siempre. Buceador que ya no se debe a ‘su’ público. El público (pubes-vello púbico), no seduce. Siempre ahí, en sus ‘luoghi deputati’. Al alimón con otros extraviados. Separados y perdidos. A merced de sus horrores. No hay nada más tonto que una platea, ese espacio negro predeterminado. Hay un ‘complejo platea’. El artista esquiva ser visible, ostentar la capacidad de verse. Le place esquivar las miradas («a la naturaleza le place esquivar nuestra mirada», Heráclito). Se diría que se nutre más de la capacidad de sus estelas. Pero los grandes medios no se ocupan de tales fenómenos cósmicos. En su defecto no tardará en ganarse alguna nota por su voluntad de extroflexión, de torcer hacia fuera lo que por decisión ha de estar adentro. Pero a qué física responde adentro-afuera, arriba-abajo. Para que haya público habría que detenerse. A mostrar qué. ¿Las t-shirt del auspiciante? ¿Los avatares del realismo capitalista? La responsabilidad del artista no es alentar a los que habitan la platea como desahuciados del valle de Josafat. Sería malgastar el tiempo. No se especta. Se deja hacer el oscuro, y en el silencio se percibe hápticamente un esperar. Se mata el tiempo. Esperárculo. Hay crédulos que sospechan que lo mejor está al caer. Se desesperan por la esperanza de anticipar un mundo bajo la forma de destino. Pro-fatum. Bien podría ser el lugar para una visión colectiva. El secreto entre artista y público ha crecido en la desinteligencia, el desencuentro. Tales trances no carecen de coolhunters capaces de hacer de ese vacío una tendencia. La munificencia de los escenarios. Nunca te vas con las manos vacías. De todo se aprende algo. Pero existe la presunción que algo va a pasar. Como una apertura al accidente. No son tiempos diderotianos. Diderot pugnaba por la sustracción de lo accidental de la actuación. Pero una acción controladora de las deformaciones del tiempo, está en ciernes en la cálida promesa que aún los artistas hacen posible. Sólo el cuerpo en riesgo es capaz de una transubstanciación sensorial. El cuerpo inventa, la cabeza repite (Serrés).

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