Críticas de espectáculos

La boda/ Teatro Nacional Yanka Kupala – El convento/El experiemnto por la Jo Stromgren Kompani – Unos cuantos piquetitos/Laila Ripoll

 

Una mirada fuera y otra dentro

o El dinero no hace la felicidad

 

 

 

La boda por el Teatro Nacional Yanka Kupala de Bielorrusia

 

Empecemos con esa “Mirada al mundo” que, por segundo año consecutivo, organiza el Centro Dramático Nacional, esta vez en su sala principal del Teatro Valle-Inclán en Lavapiés. El ciclo se ha inaugurado con el montaje de Svad´ba (La boda) de Anton Chéjov a cargo del Teatro Nacional Yanka Kupala de Bielorrusia, dirigido por Vladimir Pankov. A partir de ese primoroso cuadro de costumbres que es la obra en un acto del maestro, la compañía bielorrusa compone una brillante comedia musical que alcanza casi las dos horas de duración. Sin salirse del texto pero repitiendo determinados pasajes, entreverándolos con canciones y danzas que se van sucediendo al ritmo de toda una orquestina militar, los treinta y tantos actores y músicos que lucen sus espléndidas capacidades artísticas sobre la escena nos transportan, esta vez en clave de comedia, a ese mundo finisecular de la pequeña burguesía de provincias que tan bien retratara el autor en sus obras mayores. Pankov y sus especialistas en artes escénicas engarzan todo este trabajo interpretativo y musical en una escenografía muy a tono que alterna momentos de cabaret expresionista con otros, más melancólicos, que nos recuerdan a la escuela polaca de los Tadeusz Kantor y su abultado séquito de discípulos. De modo que el espectáculo transcurre fluidamente y entretiene, sin provocar cansancio en el espectador.

Ahí queda todo. Es de suponer que, dada su situación política tan semejante a la nuestra bajo la dictadura, un teatro nacional en Bielorrusia sólo puede aspirar a la perfección formal, que a éste le sobra. Es el sino de los antiguos países del este de Europa. El Arte con mayúsculas concitó en ellos un respeto reverencial por parte de públicos e instituciones estatales. Sus Conservatorios, extremadamente rigurosos, formaron varias generaciones de actores tan destacados como el que aquí interpreta el papel de Fedor Jacovlevich Revunov-Karaulov, el capitán de fragata retirado que “ameniza” el banquete con sus recuerdos náuticos. Y sus autores y directores de escena estuvieron permanentemente en la punta de lanza de la vanguardia estética. Pero siempre luchando con las limitaciones expresivas impuestas por los talantes más o menos coercitivos de sus respectivos regímenes. Llegada la democracia neoliberal y, con ella, la disolución de cualquier valor artístico que no se plegase a las leyes del mercado, el teatro de arte existente en aquellos países se fue convirtiendo poco a poco en un mero “producto cultural”, como ocurre en los nuestros, para sobrevivir únicamente en los que aún permanecen sojuzgados. Claro que, aun bajo la más férrea censura y en condiciones casi heroicas el teatro, aunque medio ahogado, se puede expresar, como lo intentaron nuestra generación realista o nuestro teatro independiente. Seguro que en Bielorrusia hay grupos que lo hacen. Más difícil es conseguirlo desde un teatro nacional, aunque también ahí quede el ejemplo de José Luis Alonso y su María Guerrero.

 

El convento / El experimento de la Jo Stromgren Kompani de Noruega

Que se sepa, en Noruega, hay plena libertad para expresarse pero, a pesar de ello, The convent (El convento), que presenta la Jo Stromgren Kompani de ese país, apenas dice nada. Segundo espectáculo del ciclo, se trata de una pantomima en la que tres monjas recluidas en un convento suizo – por decir algo ya que, según indica el programa de mano, la obra se representa “en un alemán ininteligible” – nos hacen partícipes de su vida cotidiana en la que no son precisamente el recogimiento y la plegaria las virtudes que más destacan sino, muy al contrario, la carga de miseria moral y mezquindad que resulta de una convivencia obligada. Ulla Marie Broch, Hanne Gjaerstad Henrichsen y Marte Stolp, tres excelentes actrices-saltimbanquis, tienen encomendada la difícil misión de divertir al público mediante una encadenación ininterrumpida de golpes de efecto de lo más trillado, subrayados por lo general por espasmos sonoros y destellos luminosos. Es como las imitaciones de nuestros profesores que hacíamos los estudiantes en la universidad bajo la dictadura, pero, esta vez, sin ninguna intención oculta. Algo así como un acto de payasos sin palabras – aunque las ejecutantes finjan hablar – que no tiene otro objeto que explotar la situación de vestir unos hábitos para provocar la hilaridad del respetable. La verdad es que, con alguna excepción, la gente no se ríe o, de hacerlo, es por pura mecánica – como lo hacemos, bárbaros, si alguien se cae al suelo – y todo se queda en una fallida charlotada.

La pieza va acompañada por una segunda, The Experiment (El experimento) que ya lleva un atisbo de argumento (aunque, siguiendo la filosofía de la anterior, ésta se represente “en ruso ininteligible”). Cuatro mujeres encerradas en lo que parece ser un laboratorio militar soviético se someten a un ensayo consistente en beber el líquido contenido en unos sofisticados termos que da lugar, según la recipiendaria, a sorprendentes efectos, desde el parto entre agudos chillidos de una especie de íncubo del averno, inmediatamente desechado en un cubo de la basura “ad hoc”, hasta los sueños eróticos más provocativos y tentadores. Al equipo actoral de El convento, se une aquí Kaia Varjord, tan excelente como sus compañeras, montando entre las cuatro una historia de ciencia-ficción de serie B que no deja de tener cierta intención satírica y bastante imaginación. Naturalmente, el experimento termina con la eliminación física de las cuatro mujeres cobaya. Lástima que, como es ya costumbre de hoy en día, la sátira se dirija contra la antigua Unión Soviética. No porque no pueda ser objeto de ella, que toda organización militarizada lo es en potencia, sino porque, acordes con las directrices del conservadurismo universal, todos los tiros se dirigen siempre hacia el mismo lado, las fuerzas que, en su tiempo, fueron las del progreso. Terminada ya la guerra fría y desvelados algunos de sus secretos, no serán ejemplos los que le falten a Jo Stromgren para ejercitar sus dotes de humorista (ahí están, sin ir más lejos, los amenos experimentos del ejército USA en Guatemala). Así que quedamos a la espera de alguna farsa suya sobre Noruega.

 

Unos cuantos piquetitos de Laila Ripoll por Inconstantes Teatro

Visto lo visto, puede que sea el momento de dirigir nuestra mirada hacia una producción nacional, mucho más modesta claro está, que se ha representado estos últimos días dentro del Festival Internacional Madrid Sur, que este año llega a su edición número quince. Me refiero a Unos cuantos piquetitos de Laila Ripoll, producida por Inconstantes Teatro de Madrid y dirigida por Emilio del Valle. Ya en la edición del festival del año pasado, Inconstantes nos presentó Restos, una obra compuesta por textos de Laila Ripoll, Rodrigo García, José Ramón Fernández y el propio Emilio del Valle que, bajo la dirección de éste y con la presencia de una actriz tan sobresaliente como Teresa Nieto, ponía en solfa, con toda la sorna y la acrimonia de un esperpento, los “logros” conseguidos por la vigente ley de la memoria histórica. Ahora, autora y director concentran sus fuerzas en mostrarnos cómo la violencia de género siempre ha campado por sus respetos en nuestro país en cuanto viene a ser la consecuencia lógica del “habitat” en el que se desenvuelven sus parejas. Él vive con su madre, se enamora de Ella, Ellos tienen una hija (Él hubiera preferido que fuese niño). Pasa el tiempo, Él le da a la bebida, Ella al plumero. Las cosas se echan a perder, Él la mata “de unos cuantos piquetitos”, es decir, de treinta o cuarenta cuchilladas. Todo ocurre sin estridencia alguna, casi sin violencia, de una manera “natural”. Y es que Él era buen chico y la quería, un poco aburrido del trabajo, adicto en demasía a la barra del bar y cansado de verla despeinada, en bata y alpargatas. Ella, currante en casa, sumisa, agradecida y todavía, incluso, un poco enamorada. ¿Que se escapa una hostia? Es por su bien. Para que aprenda y no lo vuelva a hacer. Si no la quisiera, no la pegaría.

La obra está ambientada en los tiempos de Franco. Nos lo recuerda ese animador que nos recibe cuando entramos, antes de comenzar la función. Un animador que también canta coplas, acompañado al piano por una bella señorita. Su figura, un tanto maricona, nos recuerda a Miguel de Molina, y su repertorio comprende un surtido inagotable de canciones del mismo, de Imperio Argentina, Juanita Reina, Estrellita Castro o Conchita Piquer. Seguirá interviniendo, siempre oportunamente, a lo largo de la función, ilustrando lo que en ella sucede con el correspondiente comentario que hubiera suscitado en el consultorio sentimental de Elena Francis, uno de los espacios más populares de la Radio Madrid de por entonces. En esa ocurrencia, que funciona divinamente durante la función, está su cara pero también su cruz. Y es que da la impresión algunas veces de que aquella violencia nació y murió con el franquismo, aunque sea evidente que no es así. ¿Qué usos y costumbres contemporáneos, qué canciones de los 40 Principales, qué series de la televisión o del iPhone, qué videojuegos y de qué consola, qué “facebook”, qué “twitter”, conforman el entorno del machismo de hoy? Embriagados por la nostalgia del pasado, nos quedamos con dos palmos de narices.

Claro que el público del teatro Tomás y Valiente en Fuenlabrada no se para a pensar en estos escrúpulos del crítico. Terminada la función, se pone de pie como movido por un resorte y ovaciona largamente, como se merece, el impecable trabajo de los tres intérpretes, Marcial Álvarez (Hombre), Carolina Solas (Mujer) y María Pagola (Niña), el del animador y vocalista Manuel Rey, y el de su acompañante al piano y responsable de la composición musical, Montserrat Muñoz.

Total, por cuatro duros.

David Ladra

 

 

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