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La comicidad y Christoph Marthaler

El lunes 17 de julio de 2017, en el Teatro Municipal Joaquim Benite, dentro del 34 Festival de Almada (Portugal), asistí a un espectáculo que podríamos denominar como una comedia, pero que, sin embargo, estaba realizado de una manera que parecía totalmente contraria a lo que se suele entender por comedia. Su título: Une île flottante (Una isla flotante), producida por Theater Basel y Théâtre Vidy-Lausanne (Suíza), creación colectiva a partir de Eugène Labiche, con dramaturgia de Malte Ubenauf y dirección de Christoph Marthaler.

Para mí, Une île flottante (Una isla flotante), resultó una especie de revolución respecto a la idea que tenía sobre algunas de las figuras retóricas de la comicidad y, sobre todo, respecto al manejo de las duraciones y de la temporalidad en lo que entendemos por géneros cómicos.

Así pues, me propongo, ahora, hacer un recorrido parcial por algunas reflexiones sobre la comicidad, desde el ámbito francófono, próximo al maestro del vodevil Eugène Labiche, de cuya obra germina esta creación colectiva titulada Une île flottante (Una isla flotante), dirigida por Christoph Marthaler. Y, poco a poco, intentaré recordar algunos momentos del espectáculo y analizarlos a la luz de esas reflexiones y de otras deducciones que puedan surgir.

Los principios fisiológicos de lo cómico vienen siendo estudiados desde antiguo, Laurent Joubert (1529-1582), consejero y médico del Rey, publica en 1579 su Traité du ris, contenant son essence, ses causes, et merveilleux effets, curieusement recherchés, raisonnés et observés (Tratado sobre la risa, a cerca de su esencia, sus causas y maravillosos efectos, curiosamente investigados, razonados y observados).

Joubert propone una explicación mecanicista que nos puede ser de utilidad para pensar hoy lo cómico.

Igual que Aristóteles, Joubert asocia la comicidad a (“la laideur”) lo incorrecto y lo feo, a una ausencia de (“dommage”) pena y a una cierta indiferencia afectiva. La piedad frena la risa.

“Ce que nous voyons de laid, difforme, déshonnête, indécent, malséant, et peu convenable, excite en nous le ris, pourvu que nous n’en soyons mus à compassion. »

(Lo que vemos como feo, deformado, deshonesto, indecente, indecoroso e impropio, nos excita la risa, siempre y cuando no seamos movidos por la compasión.)

La novedad y la sorpresa del suceso incorrecto o contrario a la lógica, al decoro y a la moral, también contribuyen a una mayor intensidad de la risa. Joubert lo ejemplifica así:

“[…] Par même raison, voyant quelqu’un tomber dans la fange, nous en prenons à rire : car cela est fort laid, et sans aucun danger qui nous tire à commisération : tellement que tant plus indécente sera la chute, tant plus grande la risée. Je l’appelle indécente, quand elle n’est pas coutumière, ni prétendue : car la nouveauté y fait beaucoup. Qu’ainsi soit, les enfants et ivrognes tombent ordinairement, et nous en font rire: mais nous rions sans comparaison plus, si un grand et notable personnage, qui s’étudie à marcher d’un pas fort grave et compassé, chopant contre une pierre lourdement, tombe soudain au bourbier. Cela est bien laid, et n’a lieu de pitié : sinon qu’il fût notre parent, allié, ou grand ami : car nous en aurions honte et compassion. Encore serait-ce plus déshonnête, si cela

lui advenait en grosse compagnie : et davantage, s’il était vêtu d’un très riche habillement, pourvu qu’il en fût odieux. Mais il n’y a rien tant difforme, et qui fasse moins de pitié, que si ce même personnage est indigne du rang qu’il tient. […] »

(Por la misma razón, al ver a alguien caer en el fango, nos reímos de él, porque eso es muy feo y no implica ningún peligro que nos produzca conmiseración: tanto más indecente la caída, mayor es la risa. Lo llamo indecente cuando no es algo habitual o hecho a propósito: porque la novedad hace mucho. No olvidemos, sin embargo, que los niños y los borrachos suelen caer y hacernos reír; pero nos reímos mucho más si un gran y notable personaje, que camina con un estudiado paso muy serio y acompasado, chocando pesadamente contra una piedra, cae repentinamente al atolladero. Esto es muy feo y no ha lugar a la compasión, excepto que sea nuestro pariente, aliado o gran amigo, porque entonces nos sentiríamos avergonzados y compasivos. Sin embargo, aún sería más deshonesto si esto le aconteciese en compañía de alguien importante. Y más aún, si llevase un vestido muy rico, siempre y cuando fuese odioso. Pero no hay nada tan deformado y que dé menos pena que si el mismo personaje no es digno del rango que ostenta.)

Después estaría también la consideración del tiempo, la oportunidad del suceso incongruente, inadecuado, feo, disforme, contrario a la lógica y al decoro. La importancia del momento en el que tiene lugar, el hecho de que no se reitere, porque la reiteración excesiva puede acabar con la comicidad al eliminar el imprevisto.

Otro factor relacionado con la temporalidad de lo cómico, que apunta Joubert, es la agilidad y la velocidad con la que se producen los sucesos que pueden despertar la risa.

“[…] Le plaisir et bonne grâce se perd, quand ils [les actes et propos ridicules] ne viennent à propos, en temps et lieu : ou il sont tant réitérés, qu’on s’en ennuie : ou ils ne sont prompts et soudains. Conditions sur toutes requises en matière de jaserie : car la vitesse y donne aiacemant. Or en tout ridicule il faut, qu’il y ait quelque chose à l’improviste et de nouveau, outre ce qu’on espère bien attentivement. »

(El placer y la buena gracia se pierden cuando no vienen apropiadamente, en el tiempo y en el lugar; o son tan repetidos, que nos aburren: o no son rápidos y repentinos. Condiciones indispensables en materia de “jaserie” : porque la velocidad le da todo su encanto. Ahora, en todo ridículo, debe haber algo inesperado y nuevo, además de lo que uno espera con mucha atención.)

Muy útil para el análisis de lo cómico que pretendo realizar sobre el vodevil existencial que Christoph Marthaler presentó en el 34 Festival de Almada (Portugal), es también la reflexión de Victor Hugo (1802-1885) en L’homme qui rit (1869) (El hombre que ríe).

Une île flottante (Una isla flotante) de Christoph Marthaler es una creación colectiva a partir de la obra La poudre aux yeaux (Polvo en los ojos) de Eugène Labiche (1815–1888). Las reflexiones de Victor Hugo, a las que aludo, son contemporáneas a la producción del maestro del vodevil, Eugène Labiche.

Para Hugo la estética de lo grotesco convoca, más que las otras estéticas cómicas, una tensión que nos hace reír, pero sin que esa risa vaya acompañada de alegría, ya que lo grotesco tiene su raíz en la degradación de lo humano. Para Hugo, lo grotesco, pone en cuestión, de manera profunda y casi esencial, la dignidad humana. Esta forma cómica produce en la recepción un cierto malestar.

Lo grotesco se relaciona con lo monstruoso y lo patético.

En Une île flottante (Una isla flotante) encontraremos actitudes y actividades grotescas que nos producen una risa asombrada, ensombrecida por la decadencia de los personajes y del entorno en el que se proyectan.

La deformidad de las apariencias y su novedad, la sorpresa de los comportamientos, son algunos de los elementos que suscitan la comicidad en esta obra orquestada por Marthaler.

Otro aspecto a considerar es la repetición y el exceso como fuentes de comicidad, muy utilizados por François Rabelais (1494-1553), seguramente de origen popular. La repetición, ligada a la abundancia y al exceso, viene a contradecir, de alguna manera, aquello de que la reiteración agotaba el efecto cómico, tal cual anotaba Laurent Joubert.

Se trata, por ejemplo, de la fantasía verbal promovida por el exceso de anáforas y repeticiones, que alejan el lenguaje de su función comunicativa para delectarse en el juego sonoro de las repeticiones. Al desaparecer la necesidad y el utilitarismo del lenguaje, éste queda liberado a la posibilidad lúdica de lo cómico.

En Une île flottante (Una isla flotante) no solo se repiten, insistentemente, las llamadas de unos personajes a otros, que no responden, o que responden a contratiempo, mucho después de ser requeridos. También se repiten actividades hasta que quedan fuera de toda lógica.

Otro mecanismo rítmico de la comicidad, que ya he señalado, es la sorpresa, que también se puede repetir, en alegre contradicción respecto a la verosimilitud más elemental. La abundancia de repeticiones hace de la sorpresa y de las rupturas de las situaciones un acontecimiento esperado en el vodevil. Así pues, el vodevil articula una combinación entre lo esperado, que prepara y amplifica el momento cómico, y lo inesperado de las peripecias y giros incesantes de la intriga, los saltos y rupturas.

Une île flottante (Una isla flotante) de Christoph Marthaler está poblada de sorpresas que mantienen su efecto en las repeticiones. Por ejemplo, una especie de mayordomo entra, sin venir a cuento, con animales disecados que va dejando en distintos lugares del abigarrado salón. Sus apariciones nos hacen sonreír, al mismo tiempo que nos producen una extrañeza un poco espeluznante.

Toda la escenografía, así como la caracterización externa, diseñada por Anna Viebrock, y ciertos comportamientos de los personajes, producen una especie de estupefacción hilarante, debida a una original conjugación de lo que podríamos denominar como “ridículo”. Un ridículo que aquí podemos asimilar a una estudiada falta de gusto, que vendría a retratar a esta clase social hipócrita, rendida a las conveniencias.

A retratar o, mejor aún, a desenmascarar a esas señoras y señores cuya felicidad se asocia al patrimonio y al matrimonio que lo pueda hacer crecer.

Ahí la risa, ciertamente, adquiere una índole demoníaca, como exponía Charles Baudelaire (1821-1867) en De l’essence du rire (1846) (De la esencia del reír). Pues el diablo es aquel que siempre desmitifica y desenmascara, tal cual la risa.

Sobrevuela Une île flottante (Una isla flotante), de Christoph Marthaler, un “cómico absoluto”, siguiendo la definición del poeta Baudelaire, según la cual intuimos la comicidad y reímos ante el grotesco que se activa en el escenario, aunque no acabemos de entender, con seguridad, de qué nos estamos a reír.

La comicidad se esparce a lo largo del tiempo demorado, contra aquella preceptiva, apuntada por Laurent Joubert, sobre la necesaria velocidad y agilidad para producir el efecto cómico. Marthaler, gran maestro del ritmo en escena, opta por unas duraciones demoradas, por un retardando en las reacciones, y orquesta la comedia desde una lentitud inaudita, sorprendente.

En el grotesco y en la lentitud y los silencios inquietantes radicaría esa especie de “cómico absoluto” baudelaireano. Una comicidad flotante, como la isla que titula el espectáculo.

El grotesco y la ralentización generan una visión casi fantástica o fantasmática, entre la pesadilla y el absurdo, difícil de reducir a una comprensión intelectual inmediata.

Así que, casi, me atrevería a calificar esta emanación, con Baudelaire, de “cómico absoluto”.

“J’appellerai désormais le grotesque comique absolu, comme antithèse au comique ordinaire, que j’appellerai comique significatif. Le comique significatif est un langage plus clair, plus facile à comprendre pour le vulgaire, et surtout plus facile à analyser, son élément étant visiblement double : l’art et l’idée morale ; mais le comique absolu, se rapprochant beaucoup plus de la nature, se présente sous une espèce une, et qui veut être saisie par intuition. Il n’y a qu’une vérification du grotesque, c’est le rire, et le rire subit ; en face du comique significatif, il n’est pas défendu de rire après coup ; cela n’argue pas contre sa valeur ; c’est une question de rapidité d’analyse.”

(De aquí en adelante llamaré al grotesco cómico absoluto, como una antítesis al cómico ordinario, al que llamaré cómico significativo. El cómico significativo es un lenguaje más claro, más fácil de entender para el vulgo, y sobre todo más fácil de analizar, siendo su elemento visiblemente doble: el arte y la idea moral; Pero el cómico absoluto, acercándose a la naturaleza, se presenta bajo una sola especie, y puede ser captado por la intuición. Solo hay una verificación de lo grotesco, la risa y la risa repentina; Delante de lo cómico significativo, no está prohibido reírse después del hecho; No va contra su valor; Es una cuestión de velocidad de análisis.)

La sensación de comedia flota en esos cuadros raros y abigarrados que nos fascinan.

En el proscenio, delante de un telón rojo, hacia el público, se produce un diálogo cruzado de dos familias. Una habla en alemán y la otra en francés. Nos cuentan algunas cosas sobre sus relaciones familiares. Se cruzan réplicas de una familia, en alemán, y de la otra, en francés, así como se cruzan anécdotas familiares.

El telón se levanta y aparece una caja escénica, dentro de la cual una escenografía reproduce un salón burgués, abarrotado de muebles, cuadros, trofeos y elementos decorativos. Una acumulación desbordante que casi marea la vista, un empacho.

Este es el arranque de Une île flottante (Una isla flotante).

El tándem Christoph Marthaler, en la dirección, y Anna Viebrock, en la escenografía y figurines, en todas las oportunidades que he tenido de asistir a sus propuestas, implica situarse delante de un mundo nuevo, en el que se generan posibilidades escénicas inimaginables.

En el trabajo actoral se puede adivinar una exploración en equipo, capaz de encontrar modos de relación inéditos, sin dejar de ser reconocibles.

No hay imitación de comportamientos estereotipados. No se genera una imagen de personaje ya visto. Incluso hasta podríamos aventurarnos a afirmar que parece que no existan referentes externos de personajes o personas y que la actuación, en vez de imitar o evocar, crea.

Sin embargo, desde esas interacciones extrañamente insólitas, son capaces de ofrecernos una especie de retrato sociológico de una clase social y de un tipo de personas que adaptan su apariencia a su conveniencia. Este es el caso de los personajes de Une île flottante (Una isla flotante), misteriosos como esfinges y, a la vez, ridículos como fantoches.

Personajes de dos familias arruinadas, una de apellido francés, Ratinois, que habla alemán, y otra de un apellido que parece alemán, Malingear, que habla francés. Las dos familias quieren casar a sus vástagos, Frédéric Ratinois y Emmeline Malingear, pensando, por un lado y por el otro, en base a sus fingimientos, que la otra familia tiene un rico patrimonio.

Del vaudeville de Labiche, Marthaler y su equipo, recogen la posibilidad de explorar juegos ingeniosos, hasta rozar los límites de lo surreal. En ese camino, deambulan, con precisión musical y plástica, por un absurdo desternillante y, a la vez, he aquí el gran mérito del montaje, por un regusto amargo con matices nihilistas.

Los recursos cómicos aparecen, contrastando con la situación dramática de las formalidades de estas dos familias de rancia burguesía:

 El slapstick, por ejemplo la escena en la que los pretendidos enamorados, Emmeline y Frédéric, hacen su declaración de amor y acaban encajados en sus sillas, justo cuando entran los padres de ambos, que les estaban espiando y que aplauden el encuentro.

Emmeline consigue salir haciendo una voltereta, pero Frédéric queda con el culo encajado en el hueco de la silla rota. Su hipotético futuro suegro, el hipotético doctor Malingear, intenta desencajarle tirándole de la mano, probando a cogerle la cabeza y empujar hacia arriba, poniéndole el pie en el trasero para intentar propulsarle fuera del hueco de la silla… pasando por posiciones estrambóticas e incluso procaces, hasta que, arrastrándose, por debajo de la mesa, Frédéric acabará liberándose del hueco de la silla y, en su lugar, quedará encajado el señor Malingear. Una cadena de gags que despegan hacia lo fantástico de tan estrafalarios.

En esa misma tónica estaría la serie de gags del señor Ratinois, padre de Frédéric, cuando intenta, aparatosamente, enchufar su receptor de radio y al tirar del cable se le cierra la tapa en la que está el sintonizador. Lo prueba de diferentes maneras infructuosas y absurdas.

En vez de acercar el carrito, en el que está el receptor de radio, a la pared, en la que se encuentra el enchufe, el señor Ratinois se obstina en dejar el carrito delante de la mesa de despacho, que le impide al cable llegar hasta el enchufe de la pared. Finalmente, tras varios intentos, será el propio receptor quien se ponga a funcionar sin necesidad de estar enchufado.

Entonces el señor Ratinois va sintonizando diferentes canales de radio internacionales hasta que encuentra la música que le gusta, pero cuando la tiene comienzan las interferencias.

Ahí arranca otra cadena de gags en la que vemos al señor Ratinois pululando por la sala con su transistor al cuello para buscar el lugar donde se escuche la música sin interferencias. Todo esto mientras la señora Ratinois intenta mantener una conversación con su hipotética futura nuera Emmeline.

Los quidproquo o confusiones hilarantes también sal pimentan la trama. Llaman a un personaje y aparece otro. Emmeline le pregunta a la señora Ratinois cuánto hace que conoce a Frédéric (la señora Ratinois es la madre de Frédéric), etc.

Las repeticiones de palabras, que quiebran la verosimilitud de una dicción necesaria o finalista, constituyen uno de los recursos más utilizados. Al inicio el señor Malingear repite “C’est moi” (Soy yo) varias veces, a intervalos regulares, entre largos silencios, sentado tras la mesa del despacho, mientras su esposa, la señora Malingear, reposa en una butaca al lado de una harpa.

La conversación entre la pareja se produce con turnos de habla muy separados en el tiempo, de tal manera que se pierde la lógica de la retroalimentación necesaria en un diálogo.

Entre las réplicas, de uno y de la otra, pasan intervalos de tiempo que extrañan y rompen la lógica de la situación de diálogo.

Además, las repeticiones de frases y de fragmentos de la conversación generan una ciclicidad que saca la situación de un lugar reconocible.

Esto se suma a la repetición prolongada de las campanadas de un reloj, que se escucha de fondo, y que nos saca fuera del concepto temporal cronológico y nos anuncia que la intriga argumental no será más que una excusa para el juego.

Merece la pena señalar también los guiños irónicos respecto a los propios recursos típicos de la comicidad, que introducen una teatralidad consciente. Por ejemplo cuando la familia Ratinois se dispone, atravesando el proscenio, a entrar a su casa, que, escénicamente, es la misma que la de la familia Malingear, pues ambas se simultanean: la señora Ratinois va delante con el bolso y las llaves de casa, detrás va el señor Ratinois, que lleva en la mano una cáscara de plátano colgando, y al final de la procesión va su hijo Frédéric, que lleva en el bolsillo una pequeña serpiente.

Cuando entran en casa el señor Ratinois deja caer la cáscara de plátano delante de él y pasa por encima dando un gran paso, del mismo modo que pasa la señora Ratinois y Frédéric. Un poco más adelante, Frédéric esquivará la cáscara de plátano, pero al esquivarla tropieza en otra cosa y se cae de narices.

El juego irónico con la convención consciente también se da cuando un personaje realiza un aparte, y el otro personaje irrumpe para llamarle la atención, porque ese aparte no viene a cuento y, además, es demasiado largo para una comedia.

Las simetrías y los contrastes generan una tensión rítmica en diferentes planos y elementos de la composición: los tres miembros de la familia Malingear y los tres miembros de la familia Ratinois; la escena en la que, primero el señor Malingear y, después, el señor Ratinois, intentan leer, en alemán el que solo habla francés y en francés el que solo habla alemán, sendas notas en las que quieren manifestar a la otra familia su alegría por la futura unión de sus vástagos.

La patología del coleccionista, de quien acumula objetos: cuadros, pequeñas esculturas, muebles decorativos, vajilla, animales disecados y trofeos de caza… El horror vacui desborda, por acumulación, la caja escénica, evidenciada como tal por linestras blancas.

Dentro de la caja escénica, Anna Viebrock, sitúa una escenografía que reproduce un recargado salón burgués, con un comedor practicable en la parte izquierda, varias entradas y un falso espejo en el centro que, en realidad, es como una ventana.

En ese contexto escenográfico que pone en evidencia la teatralidad, se superponen, simultáneamente, las casas de las dos familias, Malingear y Rationois, sumando los muebles, lámparas y decoraciones de ambas familias en un mismo espacio.

En él procurarán escenas de una alta belleza pictórica, nunca exentas de una composición inquietante.

Igual que inquietante y un poco desagradable son los momentos en los que les sangran las narices a los personajes. Primero a Frédéric cuando tropieza y cae, después a todos, sin causa alguna, en la escena en la que ambas familias se reúnen en casa de los Ratinois para comer, en una cena que resultará un auténtico despropósito.

No obstante, lo que más llama la atención de Une île flottante (Una isla flotante), de Christoph Marthaler, es el manejo temporal, que funciona en oposición al típico tempo rápido y ágil que suele caracterizar a la mayoría de las comedias, como ya hemos apuntado.

Marthaler, que además de dramaturgo y director de escena es músico, mide los tiempos de la acción haciendo predominar la lentitud, los silencios, el estatismo, la quietud. En esa balsa o en esa especie de laguna temporal flota esta isla hacia una “comicidad absoluta”, siguiendo el concepto de Baudelaire.

En ese marco rítmico de la lentitud, quietud, silencio, cualquier movimiento pequeño aparece como una pista de algo oculto y misterioso, cualquier pequeño movimiento, cualquier mínima réplica verbal, llama poderosamente la atención. Cuando se producen actividades desde la celeridad, entonces el contraste respecto al marco rítmico de la lentitud, quietud, silencio, genera una sensación mucho más climática y vertiginosa.

Podría decirse que Marthaler invierte los tiempos, las duraciones, típicas de los géneros cómicos y, de esa manera, consigue despegar la obra de los estereotipos manidos y hace que los recursos de la comicidad aparezcan de una manera nunca vista.

Pero, además, con esa orquestación temporal consigue un prodigio aún mayor: hace que un juguete cómico intrascendente, como puede ser el vodevil, pase de ser algo para divertirse un rato de manera complaciente, a generar una comicidad existencial y hacer que salgas del teatro satisfecho, pletórico y, a la vez, extrañado, incrédulo, con un cierto desasosiego.

 

 

 

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