Zona de mutación

La decadencia del autor

El sentimiento de pérdida produce la amargura o la tristeza, pero creo que el estallido de los moldes de la escritura dramática, poniéndola frente a incontables códigos multimediales, se presta para nuevas pujas y optimismos y no para la capitulación. Lo que el dramaturgo actual enfrenta es un formidable desafío, que no sólo se lo abre la web, sino la velocidad, la percepción que deviene de la aparatología de punta, el arco de nuevas posibilidades sembradas por la ciencia, las nuevas teorías poéticas contrahegemónicas, y ya no el epicentro aristotélico legitimante. La función autor no muere, cambia. Los autores veteranos se lamentan. Sus propios tonos establecen el réquiem, sin ánimos para ver que la demiurgia, la capacidad de crear mundos, se ejerce distinto. Se incorpora un enorme software, un banco de ‘sampleo’ infinito. Más que la cita, se edita y se diluyen los sentidos en decorados virtuales sin límite. Las obras aterrizan a salas, pero incididas por escalas que modifican la discreta invariancia de sus fijezas poético-edilicias. Y la movilidad teórica se abusa, académica y librescamente, y pretende reemplazar la dimensión antropológica que la creación supone. Si hay una capacidad infinita de textualizar, no es dable observar fundamento en hacer ‘nostalgia por el autor’. ¿O es que vamos a hacer de esto una cuestión gremial, de derechos económicos exclusivamente? Acá lo que surge como variable sistémica alternativa es la obsolescencia de los discursos, y de los ‘roles’. Esta obsolescencia está frente a un cuadro de interactividad (la capacidad casi infinita de editar textos por Internet, por ejemplo, en el marco de un banco inconmensurable), donde la hiper-creatividad está relacionada a la capacidad de planificar una hipertextualidad sobre ese fondo de contingencia y obsolescencia incorporadas. ¿Y la realidad? Se actualiza como paisaje omnipresente a la mirada espectatorial y develatoria del artista. La nostalgia por el autor pasa a ser un dato paquidérmico, retardatario, que vale en la medida que los datos culturales se alimentan de una relatividad, que la misma democracia solventa legitimatoriamente por aquello de que no todos tenemos por qué pensar lo mismo y donde, aún como minoría, se impone como el derecho de exigir que se respeten los pareceres de todos. Pero asumiendo la paradoja que lo que se piensa por eso mismo no puede absolutizarse, totalizarse. La nostalgia del autor, nada más que porque ya no se cuentan historias, queda como una re-edición de la ‘Melancolía’ de Durero. El drama lógico del progresismo es que le llega la hora fatal del retardismo. Las funciones de la modernidad tenían una huella que se recorría (el Principio-Medio-Fin aristotélico puede ser una), donde salirse de la misma, equivalía a una herejía, cuando no directamente al error. Las condiciones neo-culturales no ofrecen esa huella para transitar, por lo que mal habría que deprimirse por eso, pues entre otras chances, se le ha entregado al individuo la posibilidad de un campo en blanco donde cada trazo (devenido de una decisión) puede ser importante. Pero claro, se abre un panorama de reglas inciertas, probabilísticas, aleatorias, de un Hiperdrama, que no responde crudamente a una mera cuestión de traspaso de un paradigma moderno a uno post-moderno. Esto es un formulismo prejuiciante. Se trata de los factores virósicos que hacen del chocolate totalizante, un lastre que la licuadora centrifuga hacia ‘afuera’, hacia el borde de lo innocuo. Allá el que condena el ‘laberinto’ por posmoderno. Cuando los gobiernos reparten Netbooks, incorporan factores de conmensurabilidad educativa, que pueden ser inconmensurables en términos creativos y de la mano de sus jóvenes usuarios (que las Netbooks sean para educar, es casi un capricho de tales gobiernos). Los lamentos por la actual situación del autor, tienen el contrapeso de que en cada niño (beneficiario justo de la máquina que acaba de recibir o a la que acaba de acceder), haya en potencia un escamoteador creativo (y peligroso) de los viejos cánones. Enhorabuena. Entonces, los marcos de respeto y derecho de creer en los viejos dioses que dieron sentido a nuestras vidas, no justifican ni autorizan a la melancolía derrotista frente a este marco de incertidumbre que puede abrir un universo de nuevas chances, de nuevos juegos de fuerza y de lenguaje, donde no valen las bravatas como: «A mí se me respeta, carajo», nada más que por haber respetado las unidades de acción, tiempo y espacio. Por favor. Los nuevos factores post-representacionales se justifican en sí, toda vez que la Representación es el edificio portante del código capitalista. La nostalgia por la forma puede ser una fiebre sin antibiótico posible. Es como añorar la gracia de un placebo para curar un mal incurable: no bancar lo nuevo (‘nuevo’ acá no es moda, sino correlación a una nueva realidad). La ruptura del pasado precursor, es el fin de una narratividad que abre fenomenales desafíos. La melancolía del autor así, se asemeja a la tristeza de haber perdido la referencia con la Industria (de la que, según la vieja idea autoral, más que valor agregado, los autores son valor desagregado). Pero hay una nueva gestión existencial por hacer, que dará en las nuevas formas, testimonio de los nuevos protagonismos que cuentan.

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