Mirada de Zebra

La dictadura del mensaje

En esta época de la hipercomunicación vivimos rodeados de mensajes. Los políticos de uno y otro signo nos mandan mensajes constantemente, no se sabe si para dar su opinión sobre la realidad circundante o para tratar de lavar su imagen frente a una calamitosa situación en la que han sido cómplices inestimables. Cuando hay alguna crisis a nivel sanitario o económico y el pánico empieza cundir en la población, sabemos que el siguiente paso es un mensaje de tranquilidad de la autoridad competente (nótese que «competente» referida a autoridad con frecuencia designa lo contrario de lo que quiere decir), que intentará pedir calma aunque no haya ninguna razón para ello y todo indique que lo más sensato es dejar todo como está y salir corriendo. Los anuncios ya no son anuncios, sino mensajes publicitarios que por arte de birlibirloque intentarán convertir en necesidad lo que en el fondo no es más que un capricho.

A nuestro alrededor brotan los mensajes dejando una imagen frondosa. Mensajes políticos, mensajes sanitarios, mensajes publicitarios, mensajes monárquicos. Mensaje del consejero de tal partido, mensaje del periodista en la editorial de turno, mensaje del sindicato, mensaje de la asociación de consumidores, mensaje del tribunal supremo. En estos momentos en los que nadie sabe dónde está la salida de este atolladero, encontramos mensajes en cualquier esquina que, con una falsa seguridad y sin miedo a expandir el desconcierto, nos instan a hacer esto o aquello.

Hay algo de dogmático, de imposición en todo mensaje, una especie de subtexto que dice «atiende, creo que es esto lo hay que hacer», o peor, «escúchame sólo a mí que yo sé lo que debes hacer». No debe ser casualidad que sea en los regímenes totalitarios donde más mensajes se mandan a la población, a través de los cuales el caudillo al mando buscará en el pueblo la confianza que no ha conseguido en las urnas. La idea del mensaje nos jerarquiza, nos divide en dos, en alguien que habla y el resto, que le escucha. La comunicación que por definición es un carril de doble vía, se vuelve un carril unidireccional, sin derecho a réplica, sin diálogo que valga. Los mensajes tienden pues a ser despóticos, aún sin quererlo, aunque se ofrezcan con la mirada de corderito degollado.

Junto a este carácter inevitablemente autoritario, otra de las características de los mensajes también hace saltar la suspicacia, la que en apariencia se considera su principal virtud: la brevedad. En su afán por condensar, el mensaje está obligado a desechar todas las perspectivas menos una, aquella que transmite. Es pues información incompleta, una parte que, por mucha intención que se ponga, nunca representa el todo. En consecuencia, lo que se alaba como un ejercicio de síntesis, en ocasiones cae en la simplicidad, y si el tropiezo es aún más grande, se acaba allí donde se despeñan casi todos los políticos, en la demagogia y el populismo.

Por todo esto me incomoda cuando se habla de mensaje en teatro. La pregunta es un lugar común: ¿Qué ha querido decir el autor con la obra? Se asume de facto que una obra guarda un mensaje que transmitir, una sentencia inequívoca que refleje la opinión del creador sobre alguna cuestión de actualidad. Sin embargo, al menos en mi experiencia como espectador, en aquellas creaciones que me han atrapado nunca he encontrado un mensaje de forma explícita. En tales casos me he visto arrastrado a un viaje emocional plagado de estímulos sensoriales, de frases, de imágenes que no se podían capturar en moraleja alguna. Sólo después, en un ejercicio mental ulterior, poniendo el raciocinio en funcionamiento, podría resumir en una frase aquello que el espectáculo había despertado en mí.

Podemos entonces proponer un cambio a la pregunta anterior y formularla así: ¿A ti espectador, qué te ha dicho la obra? Nos dirigimos entonces al espectador entendiendo que no se dejará persuadir cándidamente y que creará su propia opinión con todo aquello que han captado sus sentidos. Es invertir la manera en la que habitualmente se piensa en el espectador. Es pensar en él no como una presa dócil que ha de cazarse con la intrincada red del espectáculo, sino como un cazador de estímulos capaz de tejer sus propios mensajes a partir de lo que percibe.

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