Zona de mutación

La ilusión arte

Luchar u oponerse a la idea, a la subjetividad reinante en la cabeza de los espectadores, respecto a la fetichización que se hace del arte, como sublimación de lo que se supone un modelo cerebral del mismo, en donde se santifica virtualmente un estereotipo que no coincide con el arte abierto como creación, desata a cada instante la pregunta por ‘qué es lo que hay que hacer’.

La profusión puramente reproductiva, que hasta enorgullece en relación a cantidades de estrenos, de proyectos, de apoyos, mientras paradójicamente se lamenta su contradicción de vivir la imposibilidad de una real presencia en los tratos vivos de las sociedades, marca una carencia que solamente plantearla, obligaría a un sincericidio letal de sus practicantes.

Los aprendices miden sus eficacias según la capacidad para asegurar esa especie de artesanado en la que humildad artística autoconstruye sus valores, justamente para exculparse de toda pretensión acabadamente participativa y transformadora de las percepciones de sus públicos. Hay que liberarse de presiones, como los buenos jugadores.

El arte requiere todo el tiempo ir al fondo sin retaceos ni demoras (¿o no?). Pero hay miedo de enfrentarse al espejo. Se puede prorrogar el enfrentarse a una verdad radical (y fatal) porque el mercado de gadgets culturales permite el cómodo ejercicio de lo que se supone el arte es, debe ser. Realimentado incluso, por los prestigios de artistas devenidos ‘comerciales’ desde los antros marginales del suburbio y el ‘under’. El mito del Van Gogh que no vendió una obra en vida, es un dato libresco de la historia del arte, preferible de obviar en quienes autosolventan la agachada «de algo hay que vivir», que se emite como salvoconducto de los que ya han vendido su alma al diablo, y pretenden (por si fuera poco) sacar rédito de ello.

La proyectualidad, de ambos lados, la de quienes diseñan apoyos para los artistas, como los que esperan recibirlos, van incluyendo poco a poco tanto a sus procedimientos particulares, como a los mecanismos de consumación generales, en un contexto de previsibilidad en el que se escucha el pistoneo maquinal de un toma y daca: a tal estímulo tal respuesta, a tal precio, tal despliegue creativo. Después de todo, la imaginación tiene precio. Y una voz lúgubre de fondo: «no hace falta más que eso».

Esa letal complicidad, complota al arte, como dice Baudrillard, para relajar a todos y no inquietar a nadie. La profusión mercadotécnica de fórmulas creadoras, legitimadas como fomento y pseudo educación artística, es un sistema en sí mismo del que la mosca artista poco puede hacer para esquivar la telaraña.

Una fiebre anarquizante. Dinamitar los pilares de los profesantes, de los atletas del sentido común, de los admonitores de la línea de palabras que va sobre el renglón, de los aristotelistas que siguen viendo como ‘buena’ a toda estructura donde aquello que se abre, cierra, eso es correcto. Posición que hasta tiene su rica salida laboral, mientras los verdaderos problematizadores, siguen cagándose del hambre.

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