Un cerebro compartido

La importancia de llamarse… director

Tan importante como la de llamarse Ernesto… o más. La poética del director es la que exudan los poros del intérprete cuando se apropia del personaje inventado por el autor. Es la que se respira en el espacio de luces y sonido, es, en definitiva, la que amalgama la puesta en escena. Y es por eso que se me revuelve algo por dentro cuando leo declaraciones de directores que “se arrodillan” ante textos y “lo dejan fluir” porque, de por sí, ya son obras de arte.

 

Un texto, puede ser una obra de arte, pero no fluye. Una dramaturgia teatral se lee, se imagina, significa, y debe abrir vías para el trabajo e investigación sobre cómo alojarla en el cuerpo de los intérpretes y el espacio escénico, sobre como destruirla para que nazca con distintas pieles, sobre cómo descontextualizarla o hacerla esencial más allá de su mera existencia del negro sobre blanco. Y hablo de obras de arte nacidas de Lorca, Shakespeare, Pinter, Sófocles o menganito y fulanito, hablo de todos los autores que nos han regalado sus textos, que nos han dado un sentido para vivir en ese universo de creación que es el teatro y que comenzamos a imaginar con textos para que los cocinemos, y no nos los comamos carpaccio.

Para que la genuflexión de un director a un texto sea solo figurada, su oficio hay que ejercerlo más allá de una lectura física y figurada de sus personajes, y de indicar a los intérpretes el cómo de su trabajo; cómo andar, cómo mostrar alegrías o tristezas, cómo hablar… Ese teatro patrocinado por directores seguros de su discurso, genera intérpretes inválidos dependientes de la lectura sesgada del director y empobrece este arte sublime. Si tenemos claro qué y cómo antes de trabajarlo, esa propuesta nace muerta. Entiendo que el respeto al teatro pasa por un respeto a los intérpretes que deben ocupar el centro del proceso creativo y sencillamente crear. La importancia de llamarse director reside en su capacidad para asistirlos en su búsqueda, guiarlos en su lucha por encontrar el porqué y el cómo de sus acciones y vínculos y fabricar con ellos y el resto del equipo creativo una propuesta única.

Una manera distinta de expresar esta idea supone usar lenguaje y conocimiento de disciplinas tangenciales al propio hecho escénico cómo las neurociencias cognitivas. Durante su primera fase de desarrollo, las diversas disciplinas que integran a las ciencias cognitivas (psicología cognitiva, inteligencia artificial, neurociencias, filosofía de la mente, antropología cognitiva…) tenían el interés común de atender cuestiones específicas como la percepción, la emoción, la atención, la memoria, el razonamiento y la resolución de problemas. El cambio de paradigma que involucraba la unión del cuerpo con la mente a partir de la teoría de la enacción, abrió también el campo a conceptos más genéricos como la vida cultural, la política y las relaciones sociales. En el imprescindible The embodied mind. Cognitive science and human experience, Francisco Varela, Evan Thompson y Eleanor Rosch propusieron el término enacción para caracterizar la convicción de que la cognición no es la representación de un mundo pre-dado por una mente pre-dada como la que un director podría imponer, sino la puesta en escena de un mundo y una mente a partir de una historia subjetiva construida en torno a una variedad de acciones que un ser realiza en el mundo. Desde esta perspectiva, se considera que hay una conexión entre la percepción y la acción, algo esencial en la teoría de la enacción (la percepción es acción), y de ahí el interés en las interacciones con el mundo en tiempo real más que en el razonamiento previo abstracto y vivido solo en la cabeza. No estoy diciendo que un director de escena tenga que saber filosofía y enacción, pero sí ser consciente de que el soporte a los intérpretes en la construcción de los personajes pasa por entender que la percepción que han de generar en el discurrir de su trabajo es hecho por un perceptor que tiene cuerpo además de mente.

En su magnífico Philosophy in the flesh, Lakoff y Johnson lanzan tres bombas en el campo de la filosofía y las ciencias cognitivas que son de completa aplicación al mundo de las artes escénicas: 1) la mente está intrínsecamente encarnada, 2) el pensamiento es en su mayoría inconsciente, y 3) los conceptos abstractos son en gran medida metafóricos. Una de las conclusiones que pueden extraerse de estos puntos es que el pensamiento no está separado del cuerpo de la forma planteada por el concepto cartesiano de la razón. En el ámbito de los estudios del teatro esto transforma la base sobre la que las teorías de la actuación han descansado, por lo menos desde que el filósofo francés Denis Diderot escribió su Paradoja del comediante. Es decir, el actor, desde el interior de su mente, construirá la interpretación de su personaje, prestándole la exterioridad de su cuerpo, su físico, al tiempo que usará de su expresión gestual y corporal generando conflictos y haciendo/deshaciendo vínculos. El director debe de saber lubricar ese proceso creativo y evitar saltar al escenario para decirle al intérprete cómo tiene que bracear o suspirar. En el momento en el que los cimientos de la obra se asientan en el trabajo escénico del intérprete y no mental del director, usamos las metáforas escritas o escénicas a través de la encarnación de la mente, y despertamos en el espectador percepciones/acciones que resonarán en su yo perceptivo. Dejemos crear al intérprete, por favor.

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