Críticas de espectáculos

La Odisea / El Brujo / 58 Festival de Mérida

La Odisea: Atiborrado montaje de El Brujo

Rafael Álvarez «El Brujo» ha vuelto al Festival con otro monólogo, después de su éxito «El evangelio de San Juan» hace tres años. Esta vez en un alarde de originalidad e imaginación nos ha brindado «La Odisea» -acentuando, clarificando, ilustrando y, sobre todo, satirizando con su peculiar lenguaje humorístico los contenidos de la gran obra literaria- desde un espectáculo inscrito en el ámbito de la primitiva transmisión por vía oral de la poesía épica griega.

«El Brujo» -autor, director, actor- logra sacar jugo a las aventuras de Ulises, en una versión libre y desenfadada donde profundiza en los valores de la remota cultura mediterránea tratando de relacionar la actitud de los personajes griegos en situaciones actuales. La transcripción intenta no separar la fábula antigua de la respuesta contemporánea en el reconocimiento de algunos de los rasgos de nuestros comportamientos profundos, que no han sufrido grandes variaciones.

Esta visión que trata de extremar el espíritu fundamental de la obra de Homero analizando los caracteres mágicos de nuestra cuna de la civilización, con el cultivo de la sátira como hábito higiénico y beneficioso para la salud social, recuerdan mucho a «La Odisea» que montó Els Joglars en 1979, dirigida por Boadella desde el exilio.

El espectáculo, que sigue la línea de trabajo del «actor solista» mantenida en varios montajes anteriores, donde se utilizan las antiguas técnicas de transmisión oral y los recursos de «distanciamiento brechtiano» de Darío Fo (que funcionan muy bien didácticamente ante la falta de cultura clásica), logra que el espectador, en general, se lo pase divertido en la función. «El Brujo», con su habitual espíritu juguetón y libre del histrión, con su dinámica mental, destreza física, voz portentosa y aptitud de transformación mágica, vuelve a inundar el teatro romano de ideas, guiños cómplices, guasas, confiriendo a las rapsodias homéricas un lirismo de de humor trágico que como una corriente eléctrica de revulsivo teatral llega hasta el intelecto de los espectadores, que terminan muertos de la risa o fulminados por la catarsis.

Sin embargo, el montaje tiene algunos fallos considerables. No logra el engranaje calibrado en el tiempo del espectáculo: dura más de hora y media la primera parte y casi media hora la segunda. Porque los hilos argumentales los atiborra de improvisaciones y narraciones con diferentes pretextos que sirven de receta a una ambigua ceremonia parateatral que culmina siempre con lo mismo: la exhibición del arte del histrión para provocar situaciones de humor y envolver al espectador. Hay historias –como la del cura y el monaguillo- que se han visto en otros espectáculos suyos.

El tingladillo escenográfico montado en medio de la orchestra, donde realiza la función, que sirve para cualquier teatro a la italiana o plaza porticada, es antiestético. El monumento romano sólo ha servido esta vez para lucir una ridícula pantallita de transcripción de los textos, no sé si para discapacitados auditivos. El vestuario es algo fachoso, confusa su imagen de aedo. Más bien parece una mezcla de aedo (como improvisador), rapsoda (contando textos de otro), bardo (que satiriza a muchos pero loa a sus empleadores: Monago y Cimarro), druida (por el vestido blanco de la primera parte) y, sobre todo, showman (por el vestido de negro y rojo de la segunda, un modelito que parece salido de la pasarela Cibeles).

Pero estos fallitos de montaje no le afectan. Pasa de los críticos que, bien por notoriedad o contradicción, hacen o deshacen éxitos y fracasos desde su Olimpo estético, según hizo saber y poner en contra en la función seduciendo -pelín demagogo- a un público pasivo. Claro, él es el mejor histrión español (comediante purísimo) y el espectáculo. O sea, una gran autoridad teatral y se lo puede permitir. Y, además, un cachondo (colando trolas, como esta de críticos y esa de que Atenea es la diosa de la paz y patrona de la democracia, difícil de digerir). Por eso hay que tomar sus bromas a cachondeo (sospechando que sólo pretende prolongar la vida comercial de una saga de obras) y poner la sonrisa enclavijada del escabeche.

José Mnauel Villafaina

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